Siendo Liliana – Parte I

Imagina que lo único distinto en tu nacimiento hubiera sido recibir el otro cromosoma. ¿Cómo habría sido tu vida?. Con esta historia, quiero explorar esa pregunta que, de vez en cuando, me gusta hacerme. Es mi ejercicio de imaginación y, en el fondo, una forma muy personal de mirar el reflejo que no tuve pero que siempre me ha acompañado.

Me gustaría explicar un poco más de dónde viene esta inspiración, si te interesa… puedes leerlo más aquí.

Prólogo

—¿Y si un día te vieras así como yo te veo?
—No sé si podría…
—Solo cierra los ojos… y confía en lo que yo veo.

Liliana nunca olvidó esas palabras.
Sabía por qué le había resonado tanto.
Sabía por qué, aunque sonaran hermosas, no podía creérsela.

Sabía lo que tenía, sabía lo que provocaba.
Y eso la hacía desconfiar.

Era el miedo a no ser suficiente. Era el miedo a ser vista solo por lo que físicamente era y nada más.
A que cada cumplido escondiera un deseo.
A que cada gesto ocultara un interés.
A que cada mirada fuera un juicio o un interés disfrazado de amor.

Por eso aprendió a esconderse.
Por eso prefería el silencio.

Por eso aprendió a desconfiar, a dudar, a dejar de intentar…

A tener que defenderse para ya no doler más.

I

Despierto antes de que suene la alarma.
Me quedo acostada unos segundos más, con las sábanas aún tibias contra mis piernas y el aire fresco de la mañana rozándome el rostro.


No he soñado nada o, si lo hice, ya se esfumó.

Me doy la vuelta lentamente, sabiendo que en cuanto me levante, el mundo volverá a pesar.
Por unos segundos, soy solo yo.
Ni programadora, ni hija, ni mujer.
Solo yo, acostada en silencio, con el pie dibujando un vaivén contra la sábana, como si buscara calmar algo que no sé nombrar.

Respiro. Inhalo. Exhalo.

No es suficiente.

Ese pensamiento aparece sin permiso, como una notificación interna que ya no necesita activarse: vive ahí.

Lo dejo pasar.

No lo niego, no lo discuto. Solo… respiro.

Me levanto.
El suelo está frío bajo mis pies, pero el aroma del café que estoy por preparar ya flota en mi mente.
Voy hacia la cocina pequeña, con el cabello suelto, recogido a medias de haber dormido menos de lo que debí.
Acomodo la blusa en los hombros, esa blusa de algodón que, sin buscarlo, se adapta a mi figura al caer.
Me miro de reojo en el microondas apagado.
No me gusta esa curva.
Esa otra tampoco.

Pero trato de no ponerle tanta atención.

El ritual del café es silencioso.
Filtro. Agua caliente. La taza negra de siempre.
Aquella que me regalaron en mi cumple.

La libreta a un lado, abierta en la última página donde escribí media idea de código mezclada con una queja personal.
Hoy no la leo.
Hoy solo miro el vapor.

Desayuno algo sencillo: dos huevos con tortilla.
Me obligo a hacerlo con calma, aunque parte de mí quiera apurarme aunque sé que hay tiempo.

Primero… primero el café.

Aún sentada, doy el primer sorbo.
Siento el líquido recorrerme y una paz sutil me invade.
Veo por la ventana cómo la ciudad empieza a moverse, despertando…
Y yo… sentada en mi sofá, con una camiseta amplia y panties cómodos, sin necesidad de ajustarme o esconderme.
Aquí, en mi santuario, mi cuerpo es solo mío.
No tengo que preocuparme por la forma de mis caderas, por el peso de mi pecho bajo la tela, por las miradas que podrían inventarse historias sobre mí.

Aquí, aquí soy libre.

Sé que cuando salga de casa me espera revisar un módulo que otro compañero dejó incompleto.

Podría decir algo…

Pero ya aprendí que a veces es más sencillo dejarlo ir y arreglarlo.
Lo que no sé es cuánto de eso me está costando por dentro.
Pero decido ignorarlo.

Como siempre lo hago.

Me levanto, dejando la taza sobre la mesa.
Camino por el pequeño pasillo hacia el baño, dejando que la camiseta se deslice por mis hombros, tirándola al sesto de la ropa sucia.

Algún día le atinaré.

No suelo mirarme… pero hoy mis ojos se atreven a buscar el reflejo.

Ahí está.

Ese cuerpo de reloj de arena, con caderas anchas y redondas, la curva precisa que une mi cintura con unas nalgas firmes y generosas; senos grandes, llenos, con un balanceo sutil al compás de mis pasos, como si el mismo Zeus me hubiera esculpido con paciencia y devoción.
Un cuerpo que cualquier, o cualquiera, envidiaría. Pero aquí es tan bendición como condena.
En otro lugar, quizá en alguna ciudad europea, estos atributos no cargarían el mismo peso sobre mí.

Pero aquí, son motivo para juicios, miradas, comentarios que nunca pedí.

Quizás hubiera sido más fácil nacer plana.
O, incluso, haber nacido hombre.
A veces me descubro deseando lo que nunca fui… de la misma forma en que otros desean lo que soy.

Salgo de la regadera y empiezo a alistarme para el exterior:
Jeans cómodos, blusa oscura.
Ropa que me cubra lo suficiente, para no tener que pelearme conmigo misma cada vez que noto una mirada que no pedí.

Me miro de paso en el espejo.
Finjo una sonrisa, tanteando el reflejo para ver si hoy… me aceptaré.
La blusa se ajusta sin querer en mi busto y me recuerda, como un susurro insistente, que allá afuera no es tan sencillo.
Aquí, puedo soportarlo.
Afuera… ya veremos.

Recojo mi cabello en una trenza rápida, sintiendo el leve cosquilleo de mi cabello deslizándose por mi espalda.
Es una sensación simple, casi bonita.

Y salgo de casa de todas formas.

Las calles suenan a ciudad: motores, cláxones lejanos, alguna voz dispersa.
Y mientras abro el coche, pienso en ella.
Esa mujer del trabajo.
La que me hace sonreír con solo pasar junto a mí.

No sé si se fije en mí.
Ni siquiera sé si ha notado cómo la miro a veces.
Quizás solo estoy proyectando.
Quizás me estoy metiendo en un pozo que ya conozco.

Pero el corazón no pregunta.
Ya me ha pasado.
Cuando menos pienso, ya estoy perdida pensando en alguien más… otra vez.

Saco mi teléfono para ver mis redes.

En esta estoy totalmente tapada y aún dan likes personas que ni conozco.

Seguro es por mi físico… Adiós.

Y entonces: una actualización de ella.
Contemplo su mirada un momento.

Me siento frente al volante.
Pongo las manos sobre él.
Cierro los ojos por un instante.
Afuera, un perro ladra.
En el retrovisor, mi rostro parece más sereno de lo que me siento.

Giro la llave.
El motor tarda un par de segundos en arrancar.
Así como yo.

II

El coche se detiene en el estacionamiento de siempre.
Lejos de la entrada, como siempre elijo, para darme unos minutos extra de calma antes de entrar al mundo.

Me bajo ajustando mis tenis.
No son deportivos. Son de esos «de oficina», discretos, lisos, casi elegantes…
Pero sobre todo: suaves.
Suaves para poder caminar sin que el movimiento me delate, sin que la gravedad marque cada paso más de lo que deseo.

Así controlo mejor el paso. Así controlo mejor mi cuerpo.

Camino hacia la oficina con la cabeza medio en las nubes.
Cruzo el umbral con el gafete colgando, el cabello recogido en una trenza firme y los audífonos puestos, aunque casi no suene nada.
Un escudo más.

El lugar huele a café viejo y aire reciclado.
Teclados suenan a lo lejos.
Voces bajas.
Luz blanca tenue, de esa que a media jornada empieza a pesar en los párpados.

No he cruzado aún medio pasillo cuando escucho su voz.

—Buenos días, Liliana.

Me giro, intentando mantener mi rostro neutral, aunque sé que no me sale bien.
Ahí está.

Camila.

Ella con su sonrisa siempre relajada, su voz que parece haber dormido bien y desayunado mejor.
No lleva maquillaje, o si lo lleva, es invisible.
Pero hay algo en sus ojos… esa forma lenta de mirar.

—Hola —digo, bajando un poco la mirada, porque sí, me pone nerviosa.
Pero lo hago sonar de manera seca, profesional.
Es lo único que me sale.

Así evito tragedias.

Sigue caminando conmigo, como si fuera lo más normal del mundo.
Aunque rara vez hablamos más que lo necesario.

Charlamos un poco del código que tiene que integrarse, de las nuevas fallas que aparecieron anoche en QA.

—¿Puedo sentarme contigo hoy? —pregunta, con esa naturalidad suya que siempre parece imposible de fingir—. Mi lugar está en mantenimiento… otra vez dejaron la ventana abierta y se mojó todo.

Mi cuerpo entero se tensa.
Por dentro, una parte de mí grita que sí, que por favor.
La otra se pregunta si es buena idea.

—Claro —respondo con calma, ya acostumbrada a esconder, a no mostrar demasiado.

Se sienta a mi lado.
Deja su termo en la mesa.
Huele a té de canela.
Y todo en mí quiere voltear, mirarla más tiempo, memorizarla.
Pero no lo hago.
Me acomodo frente a la pantalla.
Mis dedos flotan sobre el teclado, sin tocarlo.

Debo abrir Visual Studio.
Debo buscar ese maldito error.
Pero mi cerebro se rehúsa a funcionar.

—¿Qué estás revisando? —pregunta ella, inclinándose un poco para mirar mi pantalla.

Su cabello roza el aire cerca de mí.
Su voz me sacude más que la luz blanca.

—Un módulo que dejaron incompleto. Estoy limpiando funciones.

—¿Otra vez? —dice, y su tono tiene ese tinte cómplice, esa sonrisa no dicha.
Como si ya supiera que siempre me toca a mí.
Como si estuviera de mi lado.

Una risa suave me escapa.
Casi involuntaria.

—Sí, ya sabes… esa que arregla lo que todos usan, pero nadie ve.

Ella me mira.
Y por un instante, juro que algo en su expresión cambia.

—No sé… yo diría que eres justo lo contrario, Liliana.

Esas palabras te agarran desprevenida, nunca antes ella había dicho algo tan… diferente.

No sabes cómo reaccionar, quedándote viendo a la pantalla un par de segundos.

Pero, no su voz no fue fuerte.
No necesitaba serlo.
Cada palabra cayó como piedra suave en un estanque silencioso.
Y yo… me hundí en ese eco.

Ella se aleja un poco, vuelve a enfocarse en su pantalla.
El momento se disuelve en el ruido de fondo.
Pero algo queda flotando.
Esas palabras y con ellas una posibilidad.

III


La jornada termina sin grandes incidentes.
El código que corregiste quedó limpio.
Aunque, como siempre, nadie lo notó.

Camila trabajó callada la mayor parte del tiempo.
Solo cruzaron un par de frases más.
Ella dijo algo sobre su gato.
Tú respondiste con una sonrisa algo torpe.

Pero no dejaste de notarla.
A reojo, atrapabas fragmentos suyos:
Cómo veía la computadora con esa concentración que parecía absorberlo todo.
Cómo se acomodaba el fleco de su cabello, con ese gesto distraído que se sentía demasiado íntimo.
Cómo su mirada bajaba lenta al escribir en su libreta.
Incluso movimientos tan simples como abrir el cajón del escritorio te parecían una coreografía perfectamente ensayada, como si cada gesto encendiera mil estrellas fugaces… y ella, ajena por completo, sin saber que su manera de moverse te estaba dejando sin aire.

Belleza.

Silenciosa, inadvertida, y para ti… inevitable.

Inalcanzable.

La jornada siguió su curso.
El clic de teclas, el murmullo de la oficina, el aire frío del clima central… todo en apariencia normal.
Pero su frase seguía ahí, fija, como un ancla invisible que me jalaba de vez en cuando.
No entendía por qué la había dicho así, tan tranquila, tan segura, como si no buscara nada más que soltarla y dejarla caer.
No parecía importarle si yo respondía.
Solo… la dejó ahí.

Cuando menos lo pensé, ya estaba guardando mis cosas y caminando hacia el coche.
El tráfico, los semáforos, la ciudad entera seguía con su rutina.
Y yo… todavía escuchaba su voz.
La misma calma.
La misma certeza.
Ese eco que me acompañó todo el camino de regreso a casa.

Al llegar al estacionamiento, te quedaste pensando en esa frase como si la querías escuchar siempre, subes a tu apartamento, te quitas los zapatos.
Sueltas el cabello.

Y ahora, finalmente: tranquilidad.

Seguridad.

Te quitas la blusa y la dejas caer al suelo, casi sin pensarlo.
Después el sostén.
Creo que ya es hora de lavarlo.
Cruzas el pasillo hasta tu cuarto, buscando esa camisa de algodón.
La de siempre.
La que te abraza.
La que te da la bienvenida a tu guarida.

Sentada en tu silla, frente a la mesita de siempre, con la taza medio llena y la libreta abierta sin leer.
La televisión está encendida, ese canal de astronomía.

Ahora sí, termino de verlo…

Te dispones a prender la computadora.
A perderte un rato.

Te colocas los audífonos, planeando arruinarle la noche a alguien en alguna partida rápida.
Entonces, el celular vibra.

Miras.

Ves su nombre en la pantalla: Camila Trabajo.
Te congelas.
Esto no es común.

No hablan fuera del trabajo.
Tienes que leer dos veces para asegurarte de que lo viste bien.

Tu corazón se acelera.
Tu primera reacción no es alegría.
Es desconcierto.
«¿Qué chingados es eso?»
Primero la cripticidad de esa frase en la mañana… y ahora esto.

Quizás fue para otra persona.
Quizás está citando algo.
Pero no.
Dice tu nombre.
Lleva tu nombre al final.
Y esa frase—esa frase se parece demasiado a lo que tú dijiste hoy.
Te quedas mirando la pantalla.
No respondes.
No aún.

¿Debería?

Te muerdes el labio.
Levantas las piernas sobre la silla.
Abrazas tus rodillas.
Piensas en ella.
Piensas en ti.
Piensas en si eso fue real o estás imaginando.

¿Y si sí?
¿Y si no?

Tu pecho está lleno de preguntas.
Pero también de algo que no sentías hace mucho:
Posibilidad.

Te dejas llevar por ese destello… pero no por completo.
Porque hay otra voz en tu mente.
Una que te recuerda lo que ya sabes:

Detente.
Ya te ha pasado antes.
Ya te has herido antes así.

La noche cae.
La ciudad suena como de costumbre.
Pero tú…
Tú estás distinta.

IV


Te quedas mirando el mensaje por varios minutos.
No hay música, ni ruido, ni luz que distraiga. Solo tú, la habitación en penumbra, y esa frase que se quedó vibrando adentro. El celular tiembla en tu mano, aunque ya no esté vibrando.
Podrías ignorarlo. Fingir que lo viste al día siguiente.
Pero no quieres.

Respiras hondo. Escribes lento.

Y piensas que ahí quedará.
Pero no.
A los pocos segundos, aparece el “escribiendo…”

Tu estómago se hunde. Pero en el buen sentido. Como cuando vas bajando una colina en bicicleta sin frenar.

Te detienes.
La habitación parece más grande de pronto. Como si el silencio se hubiera expandido.
Miras tus piernas cruzadas. El café ya frío en el mueble de la televisión. Tus dedos sobre el teclado del celular.

No sabes qué responder por un rato.

Te das cuenta de que estás sonriendo. Una sonrisa tímida, como si temieras que la habitación se burlara de ti.
Y luego…

Tu corazón da un pequeño brinco.

Primero la frase en la oficina, luego ese mensaje y ahora una invitación en sábado… esa noche, no sueñas con nada concreto.

V


Te despiertas con algo nuevo en el pecho.
No es ansiedad.
No es tristeza.
Es otra cosa.
Una mezcla de nervios y anticipación…
como si algo bonito pudiera pasar
y no supieras si estás lista para recibirlo.

Te preparas sin prisa.
Con cautela.
Cuidas más tu ropa, pero no tanto como para que se note.
Jeans oscuros, blusa ajustada esta vez, pero cómoda.
Suéter por si acaso.
Cuando te ves en el espejo, tus ojos se quedan fijos en tu reflejo.
En tus senos.
No son pequeños.
Nunca lo fueron.

Y aunque a veces los odias, otras veces… te gustan.
Te gusta cómo se sienten bajo la tela, cómo se mueven cuando respiras hondo.
Te recuerdan que estás aquí.
Que eres tú.
Pero también te han traído incomodidad.
Miradas.
Ropa que no cae bien.
Posturas forzadas.
Momentos que no pediste.
Hoy… simplemente están.
Y por alguna razón, no quieres esconderlos tanto.

El café donde quedaste con Camila es tranquilo, medio escondido.
Sillas metálicas.
Luces amarillas colgando.
Un lugar que no grita.

Ella ya está ahí cuando llegas.
Sonríe al verte.
Y por un segundo, juras que le brillan los ojos.
Lleva un vestido suelto, informal.
El cabello amarrado.
Sin esfuerzo, hermosa.
—Hola —dice como si fuera la cosa más natural del mundo.
Se sientan.
Piden algo.
Ella, un americano.
Tú, un latte con leche natural.

La conversación empieza simple.
Trabajo, risas, un comentario sobre el clima.
Y luego, el tono cambia, como si ella me hubiera estado preparando para esto.
—¿Siempre has sido tan callada? —pregunta.
—No sé. Creo que… siempre he sentido que hablar me expone más de lo que quisiera —respondes, mirando tu taza.

Respiras hondo.

Te permites seguir:
—A veces me reservo para no incomodar. Para no molestar.
Para no tener que explicar por qué soy como soy, o por qué algo me duele más de lo que parece.
Y también porque… no todos saben escuchar sin querer juzgarte.

Ella asiente.
Hay algo en su expresión.
Algo que escucha sin querer corregir.
Sin querer reducirte.
—A mí me pasa lo contrario —dice—. Hablo para que no noten lo que en verdad pienso.
Ambas ríen, bajito.
Y por un instante, la distancia que siempre mantienes… se acorta.

Entonces, sin aviso, sin cálculo, dice:
—Hoy te ves… no sé. Como tú.
Te ríes con nerviosismo, tratando de cubrirte con humor.
—Es que no estamos bajo esa luz tenue de oficina… nos pone veinte años más.
Ella ríe contigo, pero no suelta el hilo.
—No es solo eso —agrega, mirándote de una manera distinta—.
Te ves más cómoda.
Y… me gusta cómo te ves ahorita.
Tu sonrisa se congela un segundo.
No por miedo.
Por sorpresa.
Porque entiendes —en su tono, en su pausa breve—

Que vio más.
Que notó tu cuerpo.
Que notó tus senos bajo la blusa ajustada.
Que lo notó… y le gustó.

Y por primera vez en mucho tiempo, esa conciencia no se siente como una amenaza.

No se siente como un juicio.
Se siente… bonito.
Tus mejillas se calientan.
Tu primer impulso es ajustar el suéter.

En cubrirte.
Pero algo en ti se resiste.
Hoy no quieres esconderte.

—Gracias —murmuras.
Hace una pausa más.
Te sostiene la mirada.
—Perdón si suena raro, pero… tu forma de estar es muy bonita.
Hay algo fuerte ahí.
Y suave también.
Me gusta.
Así como eres.

La frase entra directo en esa parte de ti que siempre ha sido conflicto.
Tu pecho.
Tus curvas.
Lo que siempre sentiste como exceso…

Pero no sabes si fue la manera en que lo dijo o cómo lo dijo o si simplemente fue que lo dijo ella pero lo tomaste diferente, como de la misma manera que la miras tú.

No sabes qué responder.
Pero lo que haces es quedarte.
Camila sonríe.
No dice más.
Y tú…
tú respiras más libre.

No pasó nada más.
No todavía.
Pero el simple hecho de haber sido vista,
de verdad,
te acompaña todo el camino de regreso a casa.
Cuando llegas, te miras una vez más en el espejo antes de quitarte la ropa.
Tus manos rozan tu cintura, el contorno de tus senos, el peso natural de tu cuerpo.
Y esta vez…
Esta vez, no te incomodas.
No del todo.
Porque recuerdas sus palabras.
Recuerdas su mirada.
Y te das permiso —solo un poco— de creer que, tal vez,
hay belleza en ser como eres.

VI

Ambas se despiden.
Y tú, Liliana, decides tomarte el resto del día con calma.

Te relajas un poco.
Haces algo de jardinería en tu pequeño balcón.
Acomodas un poco tu cuarto.
Pones orden sin pensarlo demasiado.

Pero no dejas de sonreír.

Pensando en ella.
En cómo es que las galaxias se alinearon para que ocasionara un desastre natural fuera de la ventana de su escritorio para que se sentara a tu lado en la semana.
Para que te hablara.
Para que te invitara a salir fuera de la oficina.

Me gustó esa experiencia, piensas.
Y más: Me gustó sentirme mujer sin tener que preocuparme por si alguien me mira con lujuria.

Todo con calma.
No lo arruines, Liliana.
No lo apresures.

Lo bonito también puede ir despacio.

Y entonces, llega el mensaje.

Cita.
¿Ella ya lo llamó cita?

Pensé que era algo previo a algo… un teaser. Una probadita.
Mi corazón empieza a latir.

¿Me está invitando a vernos otra vez… EN SU CASA?
Mi corazón empieza a latir violentamente. Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo.
Si no fuera por mis estudios de sangre recientes, juraría que esto es un infarto.

Calma, Liliana.

Escribes. Con dedos torpes.
Midiendo cada palabra como si se tratara de una cirugía.

Si tan solo supiera la cantidad de versiones que tuve que borrar para escribir esto.

Y yo que creí que iba a pasar mi noche en panties rompiéndole el orgullo a un par de incels en línea.

VII

Calma… Liliana…
Es solo una película y palomitas.
O eso te repites todo el camino.

Es una película.
En su casa.
Porque te tiene confianza.
Porque fueron sinceras.
Porque, quizás… es solo eso.

Pero entonces, ¿por qué te pusiste esa blusa que sabes que te queda bien?
¿Por qué te pusiste perfume detrás de las orejas?
¿Por qué estás revisando el retrovisor del coche por tercera vez antes de salir del carro?

La puerta se abre y ahí está: Camila.
Descalza.
Con una sudadera relajada, suelta
y un peinado que grita “me arreglé sin parecerlo.”

—Pasa —te dice, y su voz suena más suave de lo usual.

Su apartamento es pequeño, cálido, lleno de libros.
Huele a algo horneado.
Una vela está encendida.

—Qué bonita te ves —dice.

Lo bueno es que se dio cuenta.
Que notó lo que intentaba disimular.
Que sí… que sí me vestí para ella.
Por primera vez, usé mis curvas con un motivo.
O no lo sé.
Quizás fue subconsciente.
Quizás quise pensar que no era para tanto.
Pero lo fue.

Antes, mostrarme así no me llamaba la atención.
De hecho, muchas veces lo evitaba.
Pero ahora… esta vez…

Me gusta mucho esta chica.

Y estoy en su casa.

Me llama la atención cómo la tiene arreglada.
Es justo como imaginaba que sería.
Rústica, con atrapasueños y adornos medio gitanos.
Esotérica.
Cálida.

Huele a té de manzanilla.
De esos que lleva a la oficina.
De esos que me encanta oler cuando pasa junto a mí.

Esos que cuando percibo en otro lugar me recuerda a ella.

Conforme pasan los minutos en su casa, me empiezo a poner nerviosa.
Muy nerviosa.
Observo detalles que, si fuera una noche casual, no notaría.

Pero esta… no parece casual.

¿Por qué habría velas?
¿Por qué hay cerveza fría servida?
¿Por qué todo está tan impecablemente limpio?

¿Es que siempre es así?
¿O… preparó el escenario?

No lo sé.
Y no me atrevo a preguntar.

—No pensé que te fueras a cambiar —dice ella, con media sonrisa.

—Yo… pensé que tú te ibas a quedar —respondo sin tener ni idea de qué quise decir, torpe.

Ella ríe.

—Así estás bonita. — Me dice.

Y entonces, aparece su gato.
Pimienta.
Claro que tiene un gato y claro que se llama Pimienta.

La verdad, nunca me imaginé a Camila como «mujer de gatos».
Pero… en realidad sí.
Tiene todo el sentido.

La tensión sube.
Mi corazón ya no late: repiquetea.

Empiezo a fijarme más en todo.
En su cabello, en su fleco ligeramente desordenado.
En cómo sonríe al hablar.
En cómo mueve las manos cuando se expresa.
Dios… qué hermosa es esta mujer.

Y entonces, lo dice:

—¿Vemos la película?

—Claro.

Me siento en el sofá.
Pero mi corazón va a mil por hora.
Quiero lanzarme hacia ella.
Tocarla.
Besarla.

Pero me repito:
Es solo una película.

Y ella no es… eso.

Al menos… es una película que me gusta.

Star Wars. Episodio IV.
Ya tenía tiempo queriendo volver a verla por milésima vez.
Así que, si no pasa nada… al menos veremos una buena película.

Nos sentamos en el sofá, cada quien en su extremo.
La distancia pactada.
El espacio seguro.

Pero conforme avanza la historia,
conforme pasan las escenas…

sin que sepamos cómo ni cuándo…
nos vamos acercando.

Hasta que finalmente,
su pierna roza la mía.

Leer Parte 2.

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