Leer Parte 1.
VIII
No sabes en qué momento dejó de importar la película.
Lo sabes porque sientes su pierna rozando la tuya.
Porque sientes el calor de su costado.
Porque ya no están reaccionado a la película, esa parte donde Luke está viendo al atardecer es una de tus favoritas pero prefieres voltear a verla de vez en cuando.
Y entonces, sin pensarlo, ella habla:
—A veces me cuesta leer las señales de otras, ¿sabes?
Especialmente cuando no sé si están… disponibles.
Tu pecho se congela un instante.
No sabes a dónde te puede llevar esto, haz contemplado miles de escenarios que te planteaste camino a su casa pero lo dejaste de desarrollar porque se te hizo absurdo que pasará lo que más te gustaría.
—Sí. Me pasa igual, todo el tiempo.
Tu voz es bajita,
como si no quisieras romper el aire entre ustedes.
Camila te mira.
Y ahí está:
Esa intensidad sin urgencia.
Esa forma de verte como si fueras un libro que vale la pena leer página por página.
—¿Y tú, Liliana…? —su tono es más íntimo ahora—
¿Estás disponible?
Tu corazón salta. No esperabas que dijera eso.
Y sin pensarlo, como quien se rinde al momento, dices:
—No lo sé.
Pero… me gustaría estarlo.
Contigo.
Aún no terminabas de decir esa última silaba cuando ya te estabas arrepintiendo.
Ya qué, pensaste. Es mejor arriesgar… que vivir con el hubiera después.
Camila sonríe, como si acabara de resolver un acertijo.
Reaccionando de manera que no esperabas, nuevamente.
No se lanza.
No te besa.
Ella apoya su cabeza en tu hombro.
Y tú… tú dejas que lo haga.
Tu pecho sube y baja con más suavidad.
Te sientes… bien.
No por cómo crees que te ves.
Sino porque ella está ahí,
sin juicio.
Porque su calor reposa contra tu cuerpo…
y por primera vez en mucho tiempo,
no te incomoda ser tocada.
No te escondes.
No te encoges.
Solo estás ahí.
Y eso, Liliana…
ya es mucho.
Se quedan así, en silencio.
La película sigue.
Pero ya no prestan atención.
Ella no habla.
Tú tampoco.
Ambas respiran lento,
como si esa calma fuera demasiado frágil como para romperla con palabras.
En algún momento, su mano encuentra la tuya.
Y no es que la tome.
Solo la toca.
Como quien pide permiso sin decir nada.
La dejas estar ahí.
El sofá es incómodo para dormir, pero no lo parece.
La luz baja.
La vela aún arde.
Y el sueño llega así, sin anunciarse.
Como una tregua.
Te recuestas un poco más, con ella aún apoyada en tu hombro.
Ella se acomoda sin soltar tu mano.
Y ahí se quedan.
Dos cuerpos que no buscaban dormir…
pero que, por primera vez en mucho tiempo,
se sienten seguros para hacerlo.
Perspectiva – VIII
La escucho tocar el timbre. Tardo un par de segundos antes de abrir. No porque esté ocupada… sino porque necesito un respiro.
Respira, Camila. No te emociones antes de tiempo.
Abro la puerta y ahí está, Liliana.
Y así como todas las veces entrar a la oficina... Se ve preciosa. No se arregló como quien quiere deslumbrar. Se arregló como quien quiere estar cómoda… y gustar. Y eso, esa combinación de intención y pudor, me derrite.
Pero calma, que no la quiero espantar.
—Qué bonita te ves —le digo. Y lo digo de verdad. No solo porque se ve bien. Sino porque la noto intentando. Para mí, espero.
Y eso ya me dice tanto.
La dejo pasar. Se le nota incómoda. Pero no con miedo. Solo reservada. Como quien no quiere arruinar algo que por fin empezó bien.
Y creo que la entiendo porqué.
Porque yo también he sido esa mujer que se repite mil veces “solo es una película” cuando por dentro está gritando “por favor, nota que estoy aquí por ti.”
Ella se sienta en el sofá. La noto tensa. Sujeta su taza como si fuera un escudo.
Y aun así, sonríe. Ese tipo de sonrisa torpe que a mí me derrite más que cualquier halago bien dicho.
Quiero lanzarme sobre ella. Quiero besarle esa boca que se le escapa palabras cuidadosas. Pero no. Porque lo que hay aquí no se trata de urgencia. Se trata de confianza.
Quiero hacerla sentirla segura, antes de que sienta que tiene que correr, como sospecho que le ha pasado anteriormente.
Así que me acerco sin acercarme. Me acomodo más cerca sin que se note. Dejo que mis piernas toquen las suyas, primero como accidente, como quien deja una pregunta en el aire sin decirla.
Y cuando siento que no se aleja… cuando noto que su piel no se tensa, que no recoge el cuerpo, que no se cierra… me permito pensar:
Tal vez… esta vez sí.
IX
Te despiertas sola.
Camila te abrazó hasta que el sueño te venció.
Y en algún momento, quizá con cuidado, se soltó.
El sillón donde estás todavía guarda la forma de ambas.
Hay una cobija a medio poner sobre tus piernas.
Esa no estaba anoche.
La vela ya se apagó.
La casa está en silencio.
La luz entra por la ventana con esa suavidad que tienen los domingos sin obligaciones.
No hay ruido, salvo el de tu respiración.
Deberías sentirte bien.
Y sí… lo haces. Un poco.
Pero también te pesa algo.
Esa parte de ti que nunca ha sabido qué hacer con este tipo de momentos.
Donde nada pasó —al menos no oficialmente—
pero algo se movió tan fuerte que no puedes ignorarlo.
Te quedas acostada, mirando al techo.
Sintiendo el calor tibio donde ella estuvo.
Y entonces llega el recuerdo.
Memorias – IX.I
La secundaria
Cuando las otras niñas hablaban de chicos, tú asentías.
Jugabas a fingir que también esperabas que algún “chico” se fijara en ti.
O al menos provocar que pase.
Pero en silencio, era otra cosa.
Las mirabas a ellas.
Su cabello, cómo se acomodaban los mechones cuando les caían sobre el rostro.
Su forma de moverse.
Sus voces cuando reían.
Y te sentías mal.
No porque fuera feo…
sino porque era demasiado bonito.
No se esperaba de ti.
No sabías por qué.
Por qué no te pasaba lo mismo con los chicos.
Por qué te costaba tanto forzar la mirada, fingir el gusto, actuar como si también ellos te atrajeran.
Solo sabías que no era así.
Que no te nacía.
Que no querías.
Pero como a las niñas “les tienen que gustar los niños”, asumiste que algo estaba mal contigo.
Una prueba que tenías que sobrepasar, pensabas.
Nunca lo hablaste.
Tratabas de ignorarlo.
Te esforzabas por sentir lo que ellas sentían.
Por repetir lo que ellas decían.
Pero no lo lograbas.
Y eso… dolía.
La universidad.
Ya habías dejado de mentirte.
Sabías que eras diferente…
Sabías que eras lesbiana.
No había drama, ni culpa, ni llanto.
Sabías también había historias que salían bien.
Chicas que se conocían, se gustaban, se elegían.
Todo era cuestión de estar en el lugar correcto, en el momento correcto… con la chica correcta.
Incluso decir las palabras correctas esperando la reacción correcta para actuar y conectar.
Cuestión de estadística, pensabas.
Tu problema era que simplemente… no coincidías, los números no estaban a tu favor, quizás las órbitas de estrellas lejanas no hacían bien su trabajo.
Aquella chica con la que hablaste durante meses.
Sus bromas.
Sus ojos.
Cómo te tocaba el brazo con confianza cuando reían.
Y tú… tú creíste.
Le escribiste.
Le dijiste que te gustaba.
Ella respondió con dulzura,
pero no con deseo.
“Yo solo te veo como amiga, Lily… además, estoy saliendo con alguien.”
Y esa frase fue un balde de agua congelada.
No por el rechazo,
sino porque te equivocaste otra vez.
Y eso… eso cansa.
Después de eso, algo se cerró en ti.
No de golpe.
No con drama.
Pero sí con certeza.
X
Y cuando viste a Camila por primera vez —aquel primer día en la oficina, con ese vestido, con los muchos que la verías después… lo sentiste otra vez:
El hormigueo.
El “no puede ser.”
El “no otra vez.”
Así que negaste.
Guardaste.
Olvidaste.
O al menos, eso intentaste.
Pero anoche…
Anoche fue ella quien se acercó.
Ella te dijo que le gustabas así.
Ella apoyó su cabeza en tu hombro.
Ella te preguntó si estabas disponible.
Y tú… dijiste que sí.
Con miedo.
Con ese miedo de siempre.
Pero lo dijiste.
Y seguramente ella fue la que te colocó la cobija.
Ahora estás aquí.
Entre cobijas, con la duda instalada en el pecho como huésped callado.
¿Y si solo fue ternura?
¿Y si solo está explorando?
¿Y si mañana todo vuelve a como era antes de que se sentara en tu escritorio?
Te sientas al borde del sofá.
Miras tus pies en el suelo.
Tu cuerpo.
Ese cuerpo que aprendiste a ver con desconfianza.
Que a veces solo te gusta cuando nadie lo mira.
Ese que tantas veces ocultaste con ropa floja y posturas cerradas con la intención que si alguien muestra interés, sea por ti y no por cómo te ves.
Ese que anoche ella rozó con cuidado, aunque solo fuera con la frente.
Y que ahora… quiere creer.
Pero haz aprendido a protegerte.
El celular vibra.
Es un mensaje de ella.
Camila: ¿Despertaste? Tengo café. Y pan dulce. ¿Te quedas?
Tu pecho se aprieta.
Porque sí… duele tener miedo.
Pero también duele no intentarlo.
XI
Estás de pie frente al espejo del baño.
La blusa arrugada, ya con luz de día le da otra sensación, esa que olvidas que tiene cuando la noche la oculta pero está ahí.
Sobre el mueble hay un suéter amplio, largo, de tela suave.
Tocas tu blusa.
Te miras.
Tus senos se notan más así.
La curva. La forma. El peso.
Y en tu cabeza, escuchas esa voz que dice: “Eso es demasiado.”
Camila lo haría, piensas.
Ella usaría la blusa, dejaría ver lo justo, y caminaría como si no hubiera nada de qué disculparse.
Pero Camila no tiene senos grandes.
Ni carga con tu historia.
Te miras nuevamente sobre el espejo y ves el sueter que seguramente usa Camila cuando hace frío y lo tomas, tus inseguridades rondan mejor de día.
Te pones el suéter.
Te lo ajustas bien.
Casi te ahoga, pero también te protege. Como una manta invisible.
Justo cuando sales del baño, Camila ya te espera en la cocina.
Dos tazas de café, pan dulce, y una sonrisa que no se esfuerza.
Está descalza. Ligeramente despeinada. Su piel tiene ese color suave de las mañanas sin prisa.
—Te ves cómoda —dice, mirándote con ojos tranquilos.
No hace mención de que traes su sueter.
Tú solo asientes. Te sientas con ella.
El pan huele a canela.
El café, a promesa.
Camila toma un sorbo.
Te mira.
No con intensidad, sino con una curiosidad honesta, sin pretensión.
—¿Te estás cubriendo de mí…?
La pregunta cae suave. Sin reproche.
Pero se queda ahí.
Tibia y directa, como sus manos anoche.
Tu respuesta tarda. Porque la estás pensando de verdad.
—De ambas, creo —respondes, con los dedos rodeando la taza.
Ella asiente. No sonríe. No se burla. Solo… entiende.
—¿Y si te dijera que no hay nada en ti que tenga que cubrirse?
Sus palabras no suenan a cumplido.
Suenan a espejo limpio.
Y por un instante, te ves como ella te ve. No como te has estado escondiendo por tantos años.
La taza en tus manos tiembla un poco.
No por miedo.
Por emoción contenida.
Por años de silencio. Por cada vez que te vestiste para desaparecer.
Te atreves a mirarla.
—Camila… me sobran dedos para contar cuántas veces me he quedado. A ser vista así. A gustarle a alguien como soy.
Me cuesta creerlo. Me cuesta… sostenerlo.
Camila se acerca, con calma.
Toma tu mano. No la aprieta. Solo la sostiene.
—Entonces déjame ayudarte a sostenerlo. Hasta que puedas sola. ¿Te parece?
No hay respuesta correcta.
No hay escena perfecta.
Te sueltas…
Solo estás tú, con el suéter grande…
Y ella, viendo igual lo que hay debajo.
Y, por primera vez, no sientes vergüenza.
Solo algo muy parecido a la paz.
Esa paz que sólo sientes en casa… sola.
XII
Después del desayuno, Camila te pregunta si quieres quedarte.
No con palabras dulces ni indirectas.
Solo dice:
—¿Te quieres quedar?, tengo más café. Y nubes que ver desde la ventana.
Y tú piensas, nadie te está corriendo pero sientes que tienes que salir, ya estuviste mucho fuera de tu lugar seguro pero recapacitas, quieres estar ahí… asientes.
Pasas el día ahí.
Sin prisa.
Sin roles.
Sin preguntas sobre el futuro.
Ríen por tonterías.
Hablan de libros que ninguna terminó.
Ven episodio V, que solo escuchas de fondo porque ambas terminan hablando de otras cosas.
En una pausa, Camila te mira desde el suelo y pregunta:
—¿Siempre fuiste así de callada?
Lo piensa un segundo o dos, analizando la pregunta y cómo responder.
—No lo digo como crítica. Me gusta. Pero… ¿siempre?
Ya habías preparado una respuesta cuando te la cambia con otra pregunta, te toma por sorpresa. Pero no molesta.
Respondes, mirando hacia la ventana:
—No. De niña hablaba más. Pero aprendí que a veces, cuando hablas mucho, das oportunidades a qué te destruyan. Y yo… ya no quería dar esa oportunidad.
Tambien aprendí que cuando hablo es cuando más noto las intenciones de los demás… Entonces aprendí a callar, a observar. A hacerme invisible. A sólo hablar cuando es necesario y cuando sé que no pueden desarmarme.
Camila asiente despacio.
—¿Y ahora?
—Ahora estoy a ciegas, improvisando un poco, con un poco de cautela.
Tragas un poco de saliva. —Sólo cuando siento que puedo. ahorita, por ejemplo.
Ella sonríe.
No dice nada, pero tú ves en sus ojos esa forma de “gracias” que no necesita palabras.
En algún momento, estás recostada sobre el sillón, y ella está sentada en el suelo con la cabeza apoyada en tu pierna.
La tarde entra suave por la ventana.
El suéter ya no lo tienes puesto.
Estás solo con esa blusa clara.
Y te das cuenta: no te sientes incómoda.
Camila levanta la mirada.
Sus ojos se detienen en ti.
Como si ya no hicieran falta palabras.
Solo ese leve movimiento en sus labios.
Esa tensión breve en el aire.
Te acercas un poco.
Solo un poco.
Ella también.
Y cuando sus labios tocan los tuyos, no hay fuegos artificiales.
Solo calma.
Silencio.
Verdad.
No dura mucho.
No necesita durar.
Cuando se separan, te das cuenta de que estás sonriendo.
Y ella también.
Como si ambas hubieran esperado mucho tiempo ese momento.
Pero también como si no quisieran asustarlo nombrándolo.
Más tarde, cuando llegas a casa…
Ya duchada, con el cabello mojado y una sonrisa que no termina de irse…
XIII.I
Liliana trabajaba como programadora especializada en interfaces para un sistema de aprendizaje automatizado.
Pero ella sabía que su trabajo iba más allá de diseñar botones bonitos o distribuir el contenido de forma intuitiva.
Era una de esas personas que se ponen varias gorras sin darse cuenta.
Lo hacía todo: resolver bugs, UI/UX, gestionar accesos, apoyar en cuestiones de seguridad, incluso cubrir tareas administrativas cuando alguien faltaba.
No porque quisiera hacerlo todo, sino porque… simplemente ya no contemplaba pedir ayuda.
La autosuficiencia se había vuelto parte de su piel.
Años de experiencias la entrenaron para depender de sí misma, para solucionar sin esperar que alguien más lo hiciera.
A veces por orgullo, a veces por miedo a ser rechazada, otras veces porque pedir ayuda sólo daba falsas esperanzas.
Era buena. Muy buena.
Pero el problema es que casi nadie lo notaba.
No porque fuera invisible, ni porque en la empresa hubiera un sesgo contra mujeres.
Era más simple: todos estaban demasiado ocupados en lo suyo como para ver lo que ella sostenía desde las sombras.
Y ella… ya no lo mencionaba.
Había dejado de buscar reconocimiento hacía tiempo.
Trabajaba en silencio.
Y cuando algo salía bien, sonreía para sí. Como si con eso bastara.
XIII.II
La mañana siguiente, lunes, Liliana seguía estupefacta por lo ocurrido con Camila.
Lo primero que hizo al despertar fue revisar su teléfono…
Y ahí estaba: un mensaje de Camila.
Una simple carita feliz.
Algo tan sencillo… y, sin embargo, tan potente.
Era como si un eje dentro de ella se hubiera desplazado.
Como si una enorme masa de materia oscura, invisible pero presente, hubiera empezado a alterar sutilmente la dinámica de su vida.
Pero esta vez, para bien.
Se levantó, aún sintiendo en la piel ese beso que no dejaba de repetirse en su memoria, forzando a sus neuronas a volver a repetir la sensación en su piel.
Hizo algo de yoga en la sala, más para calmar la mente que para activar el cuerpo.
Mientras el café se preparaba, cocinó un huevo y tostó una rebanada de pan.
Nunca fue buena para cocinar. Prefería lo simple. Con que no esté crudo.
Se sentó con su desayuno.
Y al tercer sorbo de café se dio cuenta de que no podía dejar de sonreír.
Recordaba sus labios. Su voz. Su mirada.
Ahora… incluso su rutina se sentía distinta.
Se preparó para el día: pantalón de mezclilla azul marino, camisa blanca y un suéter gris claro.
—Bonito contraste —pensó, peinándose una ligera trenza al costado.
Se miró al espejo… y ahí seguía esa sonrisa.
No forzada. No de compromiso.
Sincera.
Le respondió a Camila con otra carita feliz.
Esta vez, con intención.
Durante el trayecto en coche, no quiso poner música.
Le bastaba con sus pensamientos.
Con esa extraña calidez que le nacía en el pecho.
Volteaba a ver los aviones que pasaban arriba de ella, sin dejar de maravillarse cómo el humano hizo algo tan pesado poder volar.
—Magia mecánica —pensó.
Al llegar a la oficina, mandó otro emoji: una carita con el dedo sobre los labios.
Un pacto silencioso.
Lo de ellas sería un secreto.
Un secreto que Liliana, por primera vez, no quería compartir con nadie. Solo consigo misma y con ella.
Entró.
Y ahí estaba.
Camila.
En todo su resplandor cotidiano: postura confiada, mirada serena, sonrisa apenas dibujada.
Le devolvió una mirada que le aseguraba: “Lo nuestro será un secreto.”
Liliana sintió un pequeño temblor en el estómago.
No de miedo.
De emoción.
Ambas se sentaron.
Abrieron sus laptops.
Y, como si fuera un ritual de bienvenida al mundo real…
…y a los cinco segundos comenzaron los problemas de oficina.
XIV
Los respaldos y el rendimiento del servidor habían fallado. Clientes enojados. Correos urgentes.
Camila se acercó a Liliana y le susurró:
—Ya viste los correos…? Andrés otra vez, ¿no?
Claro que sí.
Claro que fue Andrés.
En su paranoia, seguramente borró los archivos que ella había dejado listos.
Y, como una línea de dominó mal colocada, todo colapsó.
No esperó instrucciones.
Sabía exactamente qué había pasado.
Cómo, cuándo, dónde y por qué.
Abrió VSS.
Revisó el código.
Volvió a implementar sus cambios.
Movió sus archivos a producción, los que había probado hasta el cansancio.
No tenían bugs. Ni uno.
—Si tiene uno, me como ese calcetín sucio de mi casa— pensó segura de si misma.
No había necesidad que QA lo pruebe.
Abrió el administrador del servidor.
Forzó el vaciado del caché.
Entró a MySQL y reseteó todos los queries que llevaban más de 20 segundos vivos, sabía que uno de esos era el culpable de devorar el CPU como si fuera pastel.
Ajustó los scripts, limpió la cola, y optimizó los tiempos.
En minutos, el sistema estaba estable nuevamente.
No solo estable. Mejor que como lo había dejado Andrés.
Camila lo vio todo.
No dijo una palabra.
Solo la observó, sabiendo —sin necesidad de explicaciones— que ella había hecho magia.
Magia silenciosa.
Como siempre.
La junta vino después.
El CTO estaba confundido.
¿Problemas de protocolos?
¿Scripts?
¿Error humano?
¿Hardware?
El administrador de sistemas, aún con el sudor del caos, trataba de explicar lo inexplicable para él, lanzando suposiciones frenéticas.
Nadie sabía realmente qué había pasado.
O al menos, nadie lo dijo.
«Tal vez varios clientes pidieron reportes al mismo tiempo», propuso el técnico.
«Tal vez algo del firewall.»
«Tal vez una partícula astral chocó con el servidor.»
Liliana no habló.
No porque no pudiera.
Sino porque ya no esperaba que la escucharan.
Estaba ahí, físicamente.
Pero mentalmente, se había desconectado.
Como siempre hacía en esas juntas que hablaban de todo, menos de lo que ella hacía.
Camila la miró.
Quería decir algo.
Quería levantar la voz y decir: «Ella lo arregló. Ella hizo que todo esto no fuera peor.»
Pero no era su lugar.
Solo la miró.
Y se preguntó:
¿Por qué nadie nota su grandeza?
XVI
Para Liliana, la junta no solo fue una pérdida de tiempo.
Pero más que una pérdida de tiempo, que era lo que se la pasaba diciendo por cada minuto que estaba sentada ahí, sin darse cuenta era más que eso.
Fue una pérdida de esa felicidad tenue que la había acompañado desde la mañana.
Como si el beso de Camila, el desayuno compartido, la rutina renovada… todo eso se hubiera diluido en un mar de indiferencia corporativa.
Terminada la junta, salió sin decir palabra.
Fue al baño.
Se echó agua en la cara.
Se miró al espejo.
Sintiéndo un vacío en su pecho ya sin saber porqué
Ya sin saber si reír o llorar.
Llorar por frustración, por impotencia, por la maldita rutina que siempre la hace invisible.
O reír, por haber creído —una vez más— que sería diferente.
En su cubículo, Camila notó el cambio.
La chispa en los ojos de Liliana, esa que brillaba con tímido entusiasmo al entrar por la mañana… ya no estaba.
Se había apagado.
Y no quería que se apagara tan pronto.
Entonces, pensó en algo simple.
Íntimo.
Solo para ellas.
Escribió una nota en un pedacito de papel, con letra rápida y discreta:
“¿Comida después del trabajo?
Coloca tu taza de café cerca de tu pluma roja si sí.”
La dejó debajo del teclado de Liliana, cuando ella se había levantado.
Más tarde, mientras regresaba y acomodaba su espacio, notó el papel.
Lo leyó.
Se empezaba a sonrojar pero recuperó su compostura.
Y sin dudarlo… puso su taza en el lugar indicado.
Camila, desde su asiento, no volteó.
No hacía falta.
Solo sonrió, sabiendo que esa chispa aún estaba ahí.
Solo necesitaba un poco de oxígeno.
Perspectiva – XVI
Para Camila, la junta también fue gran pérdida de tiempo, algo que se pudo haber resumido en un correo ya que el conflicto se había resuelto.
Pero lo que realmente le dolió fue ver cómo Liliana entró con una energía distinta, ligera, casi luminosa…
y salió con los hombros caídos, la mirada perdida, como si alguien hubiera apagado la luz que apenas comenzaba a encenderse en ella.
«No, no, no… no así. No tan pronto.»
Pensó.
No podía permitir que lo que habían empezado a construir se marchitara por culpa de la rutina gris.
Había costado tanto ganarse una sonrisa franca de Liliana, una mirada que no se escondiera.
No iba a dejar que esa chispa muriera en una sala de juntas.
Ella misma temblaba por dentro.
«¿Y si la asusto? ¿Y si todavía es demasiado pronto?
No quiero parecer necesitada. No quiero que piense que estoy forzando algo.»
Pero también sabía otra cosa:
«Si espero demasiado… si no hago nada… esto se enfría.»
Así que decidió moverse.
Algo simple.
Un gesto que solo ellas dos pudieran compartir.
Arrancó un pedacito de papel, lo sostuvo unos segundos entre los dedos, y escribió rápido:
«¿Comida después del trabajo?
Coloca tu taza de café cerca de tu pluma roja si sí.»
Lo dejó bajo el teclado de Liliana, justo cuando ella se levantó.
Se sintió como una adolescente pasando una nota prohibida en plena clase.
Minutos después, la vio regresar.
Liliana se sentó, movió un par de cosas, encontró el papel.
Camila contuvo el aliento.
La vio leerlo.
El sonrojo apareció, tan evidente que a Camila casi se le escapa una sonrisa.
«Está nerviosa… pero no lo soltó.»
Liliana respiró hondo, enderezó un poco la espalda, y sin titubear puso la taza junto a la pluma roja.
El corazón de Camila dio un salto.
«Sí… dijo que sí.»
Trató de aparentar calma, de no voltear.
Pero por dentro gritaba.
Una sonrisa visible se le escapó de todos modos.
—Oxígeno —murmuró bajito, como si se lo dijera a sí misma.
«Esto todavía respira.»
Se levantó del escritorio rumbo al baño sin decir nada, Liliana la vio de reojo.
Entró, cerró la puerta, se miró al espejo y dejó salir la sonrisa que había contenido.
Se llevó las manos a la cara, nerviosa, incrédula, feliz.
—¡Aceptó! —susurró, sonriendo contra sus propias palmas—. ¡La chica que me gusta aceptó!.
Se quedó unos segundos así, en ese pequeño santuario de azulejos y espejos, celebrando en silencio lo que no podía gritar en voz alta.
Después, respiró hondo, se acomodó el cabello y salió como si nada.
Pero por dentro, el mundo entero era distinto.
XVII
Camila eligió un restaurante pequeño, escondido entre calles de árboles y faroles de luz cálida.
No es caro. No es pretencioso.
Pero hay velas en las mesas, y un pianista viejo tocando canciones que nadie reconoce, pero no necesitabas cuando quien las toca lo sabe hacer bien.
Cuando llegas, ya está ahí.
Vestido azul medianoche, suelto, con un cinturón fino que apenas insinúa su cintura.
El cabello recogido a medias, con mechones cayendo libres a los lados del rostro.
Sonríe al verte.
No esa sonrisa casual del día a día.
Una que tiene intención.
Y cuidado.
—Te ves hermosa —dice, sin reservas.
No sabes cómo responder. Solo sonríes.
No habías pensado en cambiarte. Ya te quedó claro que Camila había planeado esto con más detalle.
Se sientan.
El mozo trae pan caliente. Agua con hielo. Dos copas de vino.
Parpadeas, sorprendida, aún no se habían pedido las bebidas.
Volteas a ver a Camila, arqueando una ceja, como diciendo: ¿Esto también lo planeaste?
Camila no dice nada; solo sonríe, y la sospecha se confirma.
Ella empieza con temas de chisme de la oficina, una compañera que se embarazó,
el módulo nuevo que nadie quiere tocar,
el clima que empieza a enfriar.
Pero ambas saben que ese no es el motivo por el que están aquí.
Hasta que Camila deja su copa sobre el mantel con ese sonido suave de vidrio contra tela.
Cruza las manos.
Y te mira.
—Lo que hiciste hoy fue magia, Lily—dice.
Te encoges apenas.
—Alguien lo tenía que hacer en el momento… Andrés se hubiera esperado hasta después de la junta, y ya serían más enojos de los clientes.
Como si tu justificación quisiera minimizar lo que lograste.
Camila le da peso a lo que dice.
—Eres más de lo que crees —responde, tomando tu mano.
Ese gesto te desarma.
No es solo ternura. Es cariño, comprensión, calidez y seguridad.
Algo nuevo.
Y te gusta.
Sonríes.
Piden de comer. Siguen hablando del trabajo, de tonterías, de cosas sin importancia… hasta que, sin previo aviso:
—¿Tú qué crees que estamos haciendo, Lily?
No suena dura.
No suena confundida.
Solo honesta.
Tu primer impulso es encogerte, reír bajito, esquivar.
Pero no viniste a esconderte.
No esta vez.
—Creo… que estamos conociéndonos.
Y que me estoy enamorando de ti.
Pero también creo que tengo miedo.
Porque no sé si tú estás en el mismo lugar que yo.—
Camila te escucha sin interrumpir.
Sus ojos apenas parpadean.
—¿Te estás enamorando de mí… en tan poco tiempo? —repite, como quien quiere saborearlo.
Asientes con pena.
Recuerdas todos aquellos momentos anteriores que hablabas y lo arruinabas.
Pero no hay vuelta atrás. Ya lo dijiste.
Ella sonríe. No de inmediato.
Lo hace como quien recibe un regalo inesperado.
—Yo también, Lily.
Silencio.
Y luego:
—¿Sabes por qué? —dice, apoyando el mentón sobre su mano—. Porque siempre pareces a punto de irte, de rendirte… pero te quedas y prosperas.
Y eso me dice más que cualquier promesa.
Tus ojos se humedecen.
No lo pediste. Solo pasó.
—No quiero irme —respondes.
Camila alarga la mano sobre la mesa. Tú la tomas.
El silencio se vuelve cómplice. El ruido del restaurante desaparece, como si sólo quedaran ustedes dos.
—Entonces… confía en mí esta vez —susurra, entrelazando sus dedos con los tuyos—. Yo me encargo de sostenernos.
Tu respiración se corta por un instante. Quisieras responder con palabras, pero lo único que logras es sonreír, pequeña, insegura todavía… aunque esa sonrisa lo dice todo.
Ella acaricia suavemente el dorso de tu mano con el pulgar, como quien promete sin juramentos. Tú no la retiras.
Y por un instante, ninguna dice nada más. Porque cuando dos personas quieren lo mismo… ya no hay que apresurar nada.
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