Siendo Liliana – Parte III

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XVIII

Pasó ya una semana desde aquella cena, desde aquel pacto concretado
Nada cambió de golpe, pero todo se volvió más claro.
Ahora se escriben por la mañana con emojis sin sentido.
Se ríen más cuando están juntas.
Comparten playlists.
Se miran como si ya no hiciera falta preguntarse si esto es real.

Un viernes, ella te dice:
—¿Quieres dormir conmigo esta noche?

Y tú… no lo piensas demasiado.
Porque no se trata de “lo físico”.
Se trata de estar.
De quedarte.

Habían acordado llevarlo con calma.
Camila nunca pidió explicaciones.
Sabía que venías con un pasado.
Y decidió acompañarte, no presionarte.

Pero esta vez, antes de ir a su casa, querías estar preparada.
La primera noche te tomó desprevenida: ni cepillo de dientes, ni ropa cómoda, ni nada para el día siguiente.
Ahora no.

Empiezas a rondar en tu buró, eligiendo qué echar a tu mochila.
Unos panties cómodos para el día siguiente, una pijama suave, una camisa grande para dormir, y un atuendo sencillo para la mañana. Y el cepillo de dientes.

Todo práctico, todo pensado.

Miras por segunda vez los panties que escogiste.
Son los “de abuelita”, nada seductores, pero te abrazan bien.
Piensas en los otros, en los que llevas puestos… y en lo que sabes que podría pasar esa noche.
Y te empiezas a poner nerviosa.

Pero lo quieres.
Quieres estar con ella.
No solo por lo que pase en la cama, sino por lo que pasa alrededor: el silencio compartido, el café de la mañana, la sensación de pertenecer.

Cierras la maleta.
Respiras hondo.
Y sonríes bajito.
Porque esta vez no vas solo a tentar mares.
Vas a quedarte.

Y tú… no lo piensas demasiado.
Porque no se trata de “lo físico”.
Se trata de estar.
De quedarte.

Habían acordado llevarlo con calma.
Camila nunca pidió explicaciones.
Sabía que venías con un pasado.
Y decidió acompañarte, no presionarte.

Su departamento tiene la misma luz suave de siempre.
Las cortinas abiertas.
El ambiente huele a lavanda.

Están en la sala. Episodio VI olvidado de fondo.
Tú llevas una camiseta larga, sin brasier.
Ella, pants y una blusa fina que deja ver sus hombros.

Y entonces, entre risas y susurros, las miradas cambian.
No hay urgencia.
No hay “ya”.
Solo esa forma en que Camila te roza el brazo.
Y tú no te apartas.

—¿Estás bien? —pregunta.
—Sí —respondes. Y lo estás.

Ella se acerca despacio.
Te besa. Lento.
Con más pausa que antes.
Como si midiera tu respiración.

Sus manos se posan sobre tus costados.
No aprietan. Solo descubren.

Tiemblas un poco.
No de miedo.
Sino porque, por primera vez…
quieres que alguien te vea por completo.

Tus senos —esa parte que siempre te pareció demasiado—
ahora están ahí, bajo la tela, sin sostén,
con su forma generosa, su peso inevitable, su historia.

Camila los mira.
Lleva una mano, primero con cautela, luego con la certeza de quien sabe que fue invitada.
Te roza con la yema de los dedos, apenas un trazo lento sobre tu piel.
Tú cierras los ojos, y el temblor que sientes no es de miedo,
sino de alivio: por fin decidiste que alguien los tocara con toda la intención.

El roce se vuelve más firme, sus manos llenándose de ti,
y una ola de calor recorriéndote.

No hay prisa en sus manos.
No hay posesión.
Hay una ternura que se convierte en calor,
un gesto íntimo que te arranca un suspiro involuntario.

—Eres hermosa —dice. No susurra. Lo dice.

Y tú, en lugar de encogerte,
te desnudas.
Con lentitud.
Con temblor.
Pero también con algo nuevo:
Confianza.

Ella hace lo mismo.
Sus cuerpos se encuentran como quien vuelve a casa.
No hay acrobacias.
No hay ruido.

Solo manos.
Suspiros.
Piel que por fin se siente segura de ser tocada.

Cuando ambas descansan, envueltas en la misma sábana,
con el pecho agitado y la respiración descompasada,
Camila te acaricia el cabello y murmura:

—Gracias por quedarte. Gracias por no huir.

Y tú le respondes:
—Gracias por verme… incluso cuando no puedo.

Ella sonríe contra tu cuello.
Y tú, Lily…
te quedas dormida sin pensar si fuiste suficiente.

Porque lo fuiste.
Porque lo eres.
Porque por fin, alguien lo dijo…
y tú lo creíste.

Memorias XVIII.I

Tijuana. Tarde de octubre.
Cielo nublado. Olor a tierra mojada.
Tenías 22 años.
Una libreta llena de código a medio escribir.
Y un corazón lleno de palabras que no sabías cómo ordenar.

Carolina estaba sentada a tu lado en la cafetería.
Cabello chino, castaño claro. Ropa de mezclilla. Tenis blancos.
Una risa fácil.
Una forma de tocarte el brazo al hablar que hacía que te olvidaras todo lo que le daba miedo.

Habían compartido semanas de charlas, miradas cómplices, tareas y bromas tontas.
Había algo en la forma en que Carolina te escuchaba… que te hacía sentirte vista.
Y por primera vez, pensaste:
Tal vez esto sí es lo que estoy sintiendo. Tal vez no estoy sola.

Pero había una sombra constante: Daniel.
Hablaban más de lo que te gustaba.
Más de lo que necesitaba para sembrar la duda.
¿Y si Carolina le gustaba él? ¿Y si sólo estaba siendo amable?
Aun así, ¿por qué pasar tanto tiempo juntas? ¿Por qué mandarme comida desde su tierra jalisciense?
¿Por qué hacerme sentir… especial?

No sabías si era paranoia o intuición.

Pero sí sabías que podía ser una posibilidad grande que no está a tu favor… que a ella simplemente no le gustan las chicas.


Pero en un momento de desesperación, tomaste una decisión precipitada.
Querías saber.
Lo necesitabas.

Ese día te animaste.
Después de clases, en las escaleras del edificio viejo, la tomaste por sorpresa.
El aire estaba fresco.
Tus manos sudaban.

—Carolina… ¿puedo decirte algo?
—Claro —dijo ella, sonriendo sin sospechar nada.

Tragaste saliva.
Miraste al suelo. Luego a sus ojos.

—Me gustas.

Carolina parpadeó.
—¿Cómo?

—Me gustas. No solo como amiga.

Silencio.
Carolina desvió la mirada.
Y esa fue la respuesta, incluso antes de hablar.

—Lily… yo…

—Solo te veo como amiga —dijo finalmente, con esa voz que intenta no herir.

Forzaste una sonrisa que dolía más que las palabras.
—Claro. Perdón. Me equivoqué.

Carolina quiso suavizarlo:
—Es que… además, me gusta alguien.

Pero ya no importaba.
Ya sabías quién era.

Ese momento se quedó pegado como una mancha en el pecho.
No por el rechazo en sí,
sino por la certeza que vino después:
para ti no sería tan sencillo como para las demás.

Las chicas “normales” podían equivocarse,
arriesgarse con un beso a un chico,
reírse del error y seguir adelante.
Tú no.
Tú tenías que medir cada mirada,
cada palabra,
porque un paso en falso podía costarte una amiga,
un rumor,
o el poco espacio seguro que habías ganado.

Desde entonces aprendiste a guardarte.
A protegerte.
A convencerte de que tal vez lo tuyo no valía tanto como lo de las demás.
De que mejor no creer demasiado en ti.

Y durante años, cada vez que algo comenzaba a parecer más que amistad…
recordabas ese día.
Y retrocedías.

Hasta Camila.

Ahora, en el presente, Lily acaricia el brazo dormido de Camila bajo las sábanas.
La ternura.
El silencio.
La diferencia.

Porque esta vez, no se equivocó.
Esta vez, cuando dijo “me gustas”,
alguien dijo “yo también”.
Y eso cambio todo.

Memorias XVIII.II

La preparatoria olía a humedad y marcador.
A ventanas abiertas por costumbre.
A lonches escondidos en mochilas con el cierre roto.

Lily tenía 15 años.
Su falda del uniforme no era tan corta como la de otras chicas, porque le gustaba cómo se le veía.
La blusa blanca con botones siempre le quedaba un poco ajustada en el pecho, y a veces se encorvaba.
No porque quisiera.
Sino porque algo dentro de ella sentía que debía.

Pero había algo que le gustaba de esos días.
Verlas.
A las demás chicas.

Cómo caminaban por los pasillos con el cabello suelto, riendo entre ellas.
Cómo cruzaban las piernas cuando se sentaban.
Cómo se acomodaban el suéter sobre los hombros.
Cómo algunas usaban labial y otras no… pero todas parecían brillar de alguna forma.

Ella no lo decía.
Ni a sus amigas.
Ni a sí misma.
Solo lo sentía.

Ese pequeño calor en el pecho.
Esa emoción leve pero insistente cuando una de ellas se le acercaba demasiado.
O cuando la abrazaban por detrás, con confianza, solo porque así eran las amigas.
Y luego se alejaban, sin darse cuenta de lo que dejaban en su piel.

Un temblor.
Un pensamiento.
Una sonrisa contenida.

A veces, mientras estaba sentada en el patio, fingía leer…
pero en realidad las miraba.

Con la excusa perfecta: “es mi compañera, la estoy buscando.”
Pero lo que buscaba era otra cosa.

Belleza.
Risa.
Movimiento.

Y se decía, bajito:
“Qué bonitas son.”

No sabía aún que lo que sentía era deseo.
Tampoco sabía si estaba mal o bien.
Solo sabía que no sentía eso por los chicos.
Nunca lo había sentido.
Y eso la confundía.
La hacía callar.

Porque cuando escuchaba a sus amigas decir:
“Me gusta Oscar… o me gusta Miguel”,
sabía, sin que nadie se lo explicara,
que ella no podía decir:
“A mí me gusta Susana”.

Ese camino no estaba abierto para ella.
Era como tener un idioma propio,
pero sin nadie con quien hablarlo.

Pero también…
la hacía sonreír bajito.

Porque, aunque no entendiera el nombre,
aunque no supiera si eso estaba permitido…
algo en su corazón ya lo sabía.


Ahora, años después, en la cama junto a Camila,
Lily recuerda a esa versión suya.
Esa niña sentada en el patio, con un libro abierto como escudo.

Y se abraza un poco más fuerte.
Porque ahora ya no necesita mirar a escondidas.
Ahora puede mirar…
y ser mirada.

Y sentirse bonita, también.

XIX

La relación con Camila ha sido lenta.
No por falta de deseo.
Ni por desinterés.
Sino porque… esto es demasiado bueno para ser cierto.
Te lo dices.
Una y otra vez.

Tus experiencias te han hecho la mujer que eres ahora.
Experiencias que, aunque duras, te enseñaron a sobrevivir.
Te hicieron… precavida.

Este inicio fue distinto.
Camila te gustaba desde el principio.
Sus “buenos días”, sus silencios, sus gestos, su cabello.
Pero acercarte más que eso…
Ese era el reto imposible.

Pero empezó.
Eso ya es ganancia.

Y Camila, aun sabiendo que hay un pasado que arrastras,
quiso estar contigo.
Sin presionar.
Sin preguntar demasiado.
Solo estar.

Estas semanas compartidas, a escondidas, como tú lo decidiste,
fueron suavemente transformando la dinámica.
En tu depa.
En la oficina.
En tu vida.

Y entonces, mientras Camila está sentada a tu lado, que convenientemente aun no arreglan su escritorio, te manda un mensaje:

Ella:
Este sábado mis amigos van a juntarse para comer. Quiero que vengas conmigo. Quiero presentarte. Como mi novia.

Lees y relees las palabras.
Sientes calor en el pecho… pero no del bueno.
Es como si alguien hubiera tirado una piedra en el estanque donde vivías tranquila.

Tu primera reacción no es emoción.
Es miedo.

¿Su novia?
¿En público?
¿Con gente que se conoce?

Te lo habías imaginado.
Pero no así.
No tan real.

No tan pronto.

La relación se había llevado en la seguridad y privacidad de las dos… esto ya abre el panorama, las variables, las hace visibles.

Y entonces recuerdas tu cuerpo.
Tus senos. Tus caderas.
Cómo siempre sentiste que ocupabas demasiado espacio.
Que si te movías mal, te veían.
Y si no te movías, también.

Recuerdas cómo por años hiciste todo para no llamar la atención.
Para ser “neutral”.
Para no ser la mujer rara que no le gustan los hombres.

Porque toda tu adolescencia fue callar.
Guardarte.
Escuchar a tus amigas decir “me gusta Miguel, me gusta Roberto”
y saber —sin que nadie te lo dijera—
que tú no podías responder “a mí me gusta Susana”
sin arriesgarte a perderlas, a perder todo.

Ese era el peso que cargabas.
Y ahora… ahora Camila quiere que seas visible.

Piensas en ti, en lo que quieres, lo que deseas.
Sonríes… Sí, sí quieres esto.


Sábado.

El restaurante es abierto, lleno de luz y voces.
Te vistes con un vestido largo, cómodo,
pero que inevitablemente resalta tu figura.
Nada exagerado.
Pero en tu mente… todo se siente demasiado.

Llegan juntas.
Camila te toma de la mano. No con fuerza. Con constancia.
—¿Segura? —pregunta antes de entrar.
Y tú respiras hondo.
—No. Pero quiero hacerlo igual.
Ella sonríe.
—Esa es mi Lily.

Sus amigos ya están ahí.
Dos hombres: uno con barba y lentes; el otro, alto y sonriente.
También hay una chica con cabello rosa y piercings.

Todos se levantan.
Todos saludan con una naturalidad que no esperabas.

—¿Ella es Liliana? —pregunta el de la barba—. Por fin. Ya era hora que nos la trajeras.

Te ríes. Baja. Tímida.
Pero Camila aprieta tu mano bajo la mesa.
Y eso basta.

La comida fluye.
Las bromas.
Las anécdotas de oficina que no conoces.
Te sientes un poco fuera de lugar.

Pero Camila siempre vuelve a ti.
Con una mirada.
Una pregunta.
Una sonrisa que te recuerda: estás aquí porque lo mereces.

Hasta que llega el momento.
Una pausa.

El amigo alto pregunta:
—¿Y cómo se conocieron? ¿Quién dio el primer paso?

Todos se ríen.
Camila te mira. Con esa mirada que te derrite.

Pero te congelas.
Porque no sabes si quieres que lo sepan.
Si pueden con esa parte tuya.

Antes de que puedas inventar una salida, Camila responde:
—Fue ella. Con su mirada. Yo solo… la seguí.

Todos sonríen.
La chica del cabello rosa dice:
—¡Ay, qué bonito!.

Y ahí.
Justo ahí.
Algo se rompe.
En el buen sentido.

Porque no te están juzgando.
Te están viendo.
Y no pasa nada.

Más tarde, después de la reunión, le dices a Camila:
—Es la primera vez que alguien sabe que estoy con alguien.
Es la primera vez… que no escondo a nadie.
Ni me escondo yo.

Gracias por invitarme.

Camila te mira con ternura.
—Y para mí es la primera vez que alguien vale tanto como para querer presentarla.

No respondes.
Solo sonríes.

Y al salir del restaurante, la brisa de la tarde no solo te toca la piel.
La atraviesa.
Como si al fin hubieras dejado espacio para respirar entera.

Por primera vez en mucho tiempo, caminas derecha.
Sin taparte.
Sin encogerte.

Visible.
Y bien.

XX

La noche cae sobre Tijuana con un aire tibio.
En el cuarto, solo hay una lámpara encendida.
La sábana cubre hasta las caderas.
Camila está a tu lado, leyendo en su celular.
Tú… simplemente estás. Boca arriba. Mirando el techo.
Sintiendo.

Tus curvas descansan bajo una blusa suave.
Tu piel aún guarda el calor de la cena, las risas, el abrazo largo al final.
Pero por dentro… no estás del todo en calma.

Camila lo nota.
Siempre lo nota.

—¿En qué piensas?

Tu voz tarda.
No sabes por dónde empezar.
Pero lo haces.

—Que nunca pensé que alguien me vería así.
—¿Así cómo?
—Como soy. Toda. Con lo bueno… y lo que no me gusta de mí.

Ella deja el celular.
Se recuesta de lado.
Te mira.

—¿Y qué no te gusta de ti, Lily?

Tus ojos se humedecen.
No por tristeza.
Por memoria.
Por todas las veces que te callaste esto.

—Mi cuerpo.
—¿Por qué?

Te tragas el nudo.
No por vergüenza.
Sino por lo difícil que es hablar después de tanto silencio.

—Porque siempre sentí que ocupaba demasiado espacio.
Porque me miraban sin permiso.
Veían mi cuerpo antes de verme a mí.
Porque, cuando era chica, aprendí a encogerme para no ser vista.
Aprendí que muchas intenciones no eran buenas.
Y cuando crecí… descubrí que me gustaban las mujeres.
Y eso hizo que todo se sintiera aún más complicado.
No me escuchaban. No se interesaban en mí.Pero lo intenté, sabía que las tenía de perder pero quería pensar que a lo mejor tendría más suerte para la próxima.

Pero no sé cuándo me rendí.

Camila escucha sin moverse.
Su mirada es firme. Presente.

—Durante mucho tiempo creí que si alguien se acercaba a mí, era por mi cuerpo. No por mí.
Así que lo tapé. Lo negué.
Me escondí detrás de ropa grande.
De respuestas cortas.
De sonrisas neutras.

Tomas aire.
Las lágrimas caen.
Pero no duelen.

—Y ahora… tú estás aquí. Me tocas. Me miras. Me deseas.
Y parte de mí lo quiere con todo el alma…
Pero otra parte aún cree que no lo merezco.
Que en cualquier momento vas a darte cuenta… y te vas a ir.

Silencio.

Camila te toma la mano.

—Yo también tuve miedo —dice—.
No por mi cuerpo.
Sino por lo que pasaría si quería a alguien que no me quisiera igual.
Y ahora estoy aquí.
Y no me voy a ir.

Se acerca.
Te besa la frente.
Luego los ojos.
Y luego… se acurruca a tu lado, abrazándote como si tu cuerpo fuera el mejor lugar para dormir.

—Te amo, Liliana.
No por cómo te ves.

—¿Entonces por qué?

Camila sonríe.

—Porque cuando te quedas callada… incluso tu silencio dice cosas hermosas.

Y esa noche…
te duermes sin sostenerte.
Porque alguien más lo hace por ti.
Y, por fin,
te lo permites.

XXI

Te despiertas antes que ella.
Es la segunda vez que duermes en su cama, con las cortinas mal cerradas y la brisa entrando por la rendija de la ventana.
Tu cabeza descansa en su almohada, tu cuerpo envuelto en una sábana que huele a ella.
Y a ti.
No sabes si eso te incomoda.
O si, tal vez, te gusta demasiado.

Camila duerme de lado.
El cabello revuelto.
Una ceja levantada, como si soñara con algo raro.
Respira lento, profundo.
Y hay algo en ese sonido que te calma más que el silencio.

Te levantas sin hacer ruido.
Te pones su camiseta gris —esa que a ella le queda grande, pero a ti no tanto.
Te ves en el espejo.
Y hay algo simbólico en llevar la ropa de alguien más.
Te gustaba verlo en otras personas. Pensabas: “¿cuándo será mi turno?”
Ahora lo es.
Y te gusta cómo se te ve.

Vas a la cocina.
Abres los cajones, tratando de recordar dónde está todo.
Porque, sin darte cuenta, quieres saber cómo se organiza.
Quieres conocerla, también, desde ahí.

Preparas café.
Lo sirves en su taza roja, la que tiene una grieta minúscula en la base.
Cuando vuelves, ella está sentada en la cama.
Medio dormida. Medio sonriendo.

—¿Es café de paz o de charla de crisis existencial? —bromea, tomando la taza con ambas manos.

—De paz. Aunque podemos evolucionar. —Te sientas a su lado.

Beben en silencio.
La ciudad empieza a sonar afuera.
Y por un momento, es como si todo lo demás no importara.

Después, en la cocina, preparan desayuno juntas.
Ella parte el pan. Tú haces los huevos.
Se chocan los hombros, se sonríen sin hablar.
Y en un momento, mientras te das la vuelta para buscar algo, Camila te mira fijamente.

—¿Te das cuenta que es la segunda vez que estás aquí?

Te detienes.
La miras.
Sonríes, bajito.

—¿Y eso te asusta?

—No.
Me hace querer hacer desayuno contigo todos los domingos.

Esa tarde, sin planearlo, Camila te pregunta cosas que nadie más te había preguntado:

—¿Qué soñabas cuando eras niña?
—¿Qué te daba más miedo del amor?
—¿Qué parte de ti aún no me has mostrado?

Y tú… le respondes.
Una por una.
Sin adornos.
Sin miedo.

En algún momento, estás recostada sobre sus piernas en el sillón.
Ella te acaricia la cabeza.
Y tú… solo respiras.
Profundo.
Sin peso.

Eso es el amor ahora.
No los fuegos artificiales.
Sino este silencio lleno de significado.
Donde cada parte de ti…
por fin
se siente en casa.

Memorias XXI.I

Liliana tenía 22 años.
Trabajaba como practicante en una pequeña oficina de desarrollo web.
Ambiente relajado. Gente joven.
Demasiadas bromas. Demasiadas miradas.

Ella no hablaba mucho. Era buena. Silenciosa.
Siempre llevaba blusas sueltas y pantalones rectos.
Pero su cuerpo igual se notaba.
Sus senos grandes. Sus caderas pronunciadas.
La espalda recta… que poco a poco aprendió a encorvar, como un escudo torpe.

Un compañero —Alonso— era de los que todos describían como “el chistoso”.
El típico que se salía con comentarios porque “así es él”.
Encantador para algunos.
Un fastidio para ella.

Con Liliana siempre había algo de más:

—Con esas curvas cualquiera pierde el hilo de la junta.
—Ya ni necesito café cuando pasas frente a mí.
—¿No te da calor con tanta tela? Se ve que debajo hay mucho que presumir.

La primera vez, Liliana rió incómoda.
La segunda, no dijo nada.
La tercera, se encogió.

Nunca fue una situación “grave”, pero sí constante.
Y lo constante desgasta más que un solo golpe.

Nadie dijo nada.
Porque “así es Alonso.”
Porque “no es para tanto.”
Porque “tómatelo como un cumplido.”

Hasta que un día, cansada, se atrevió a decirlo:

—No me gusta cuando haces esos comentarios.

Él ni siquiera parpadeó.
Sonrió de lado y soltó, con esa voz que fingía ser relajada:

—Ay, tranquila, es broma. ¿Tanto te afecta?
Si no puedes con eso, no aguantarías en un equipo real.

Y luego, como si le hiciera un favor, remató:

—Además… ni que fuera mentira. Otras hasta se sentirían halagadas.

Ella se quedó callada.
Sintiendo cómo la vergüenza no era por lo que él había dicho,
sino porque de alguna manera había logrado que pareciera que la exagerada era ella.

Desde ese día, Liliana entendió que su cuerpo era algo que otros se creían con derecho a comentar.
Y que, si no quería sentirse “vista” de esa manera…
tenía que esconderse.


Ahora, años después, mientras acaricia la espalda de Camila en silencio, recuerda ese día.
Ese calor extraño en las mejillas.
No era deseo. Era incomodidad.

Y lo contrasta con esto. Con ella.

Camila nunca le ha dicho “te ves buena.”
Le ha dicho:

“Te ves tú.”
“Me gusta cómo existes.”

Y esa diferencia…
es todo.

Continuará

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