Mi transición – Parte I

¿Cómo reaccionarías si un día empiezas a notar algo fuera de lugar en tu cuerpo?, ¿qué harías si las señales de tu cuerpo y tus doctores te dicen que es algo que tendrás que aceptar?.

Esta historia narra un escenario donde me gusta imaginar que de poco a poco mi cuerpo se va convirtiendo en la de una mujer y trato de elaborar cómo sería mi vida después de este suceso, cómo es que pasó esta transformación y cómo altera mis hábitos diarios.

Índice

Edit 2025: arreglé errores de ortografía y redacción con la intención de pulir este relato y acercarlo más con un tono ‘realista’.

Hace un par de años, mi vida —y mi cuerpo— dieron un giro drástico al atravesar una transición compleja y difícil de comprender.

Soy una persona dedicada, decidida y, a veces, testaruda. Esta última cualidad fue la que me impidió ver el camino con claridad: algo que escapaba por completo a mi control y que, de haber aceptado desde el principio, quizás habría recorrido de forma más sencilla.

No hay mucho que saber sobre mí. Recientemente me mudé de ciudad por cuestiones laborales. Podría decir que me gustaba el estilo de vida que llevaba, tanto en lo profesional como en lo personal. Siempre fui una persona reservada, y me sentía algo incómodo en situaciones sociales con demasiada gente. Simplemente no lograba conectar con los demás, sin saber por qué me sentía más a gusto en compañía de mis amigas que de mis amigos. Nunca me detuve a cuestionarlo a fondo; lo tomaba como era, como si algo dentro de mí supiera que las cosas no estaban del todo en su lugar.

Después de todo lo que me ocurrió, entendí por qué.

Pensándolo bien, es sorprendente cómo, en un solo año, dejé atrás la vida que conocía para adentrarme en otra completamente distinta… Éste es el relato de todos esos cambios.

Parte 2 – Las primeras señales

Me gusta planear mis actividades desde temprano y tiendo a seguir mis rutinas con disciplina. Siento que así los días son más productivos. Mi rutina es bastante típica: normalmente hago ejercicio por la mañana, luego regreso a casa para bañarme y prepararme para el trabajo. Me tomó tiempo establecer ese ritmo, pero ahora lo sigo sin problema y hasta lo disfruto.

Ese día me desperté como cualquier otro. Hice ejercicio y regresé a casa para alistarme. Decidí bañarme con el propósito específico de afeitarme el pecho. No me sale mucho vello, pero no me gusta cómo se ve con uno o dos parches disparejos, así que prefiero quitármelo por completo. Mientras me afeitaba, noté que mis areolas estaban más pronunciadas de lo habitual, incluso más oscuras y con un tono más vivo. Ya lo había notado antes, pero pensé que se debía al frío o tal vez a una quemadura leve por el sol. Sin embargo, esta vez me pareció que era hora de ir al doctor, sólo para descartar cualquier cosa. Pensé que regresaría a la normalidad, pero eso no ocurrió.

Hice una cita médica y seguí con mi día como si nada, sin darle mayor importancia a mi pecho.

Un par de días después, mientras me preparaba para ir al doctor, noté algo más. Al tratar de ponerme uno de mis pantalones favoritos —unos tipo skinny que usualmente me quedan ajustados pero cómodos— sentí que me apretaban alrededor de la cadera. Según yo, no había subido de peso. Me miré en el espejo, buscando algún cambio evidente, especialmente en el abdomen o en las nalgas, que es donde suelo notar cualquier aumento. No vi nada fuera de lo común. Aun así, anoté mentalmente ese detalle para mencionárselo al doctor. Me puse otro pantalón, uno más holgado, y salí.

Llegar al consultorio fue como siempre: todo rutinario. A veces me han comentado que visito demasiado a los doctores pero prefiero prevenir que lamentar, entonces ya estoy acostumbrado a hacer mis chequeos periódicos. En la oficina, el doctor me recibió con amabilidad y me hizo las preguntas de rutina. Luego le comenté mi inquietud sobre el pecho y que, según yo, había subido de peso.

—¿Has estado comiendo bien o haciendo algún otro tipo de ejercicio últimamente? —me preguntó mientras me examinaba—. Te noto un poco más delgado en los brazos.

—No lo había notado. De hecho, vengo a verlo por mis areolas, que las noto raras —respondí, un poco desconcertado. Aunque ahora que lo decía, sí me sentía algo más delgado en otras partes del cuerpo… sobre todo en los brazos. Y eso que tanto me esfuerzo para tenerlos más marcados.

—No te preocupes, vamos por pasos. Déjame ver tus areolas. ¿Puedes quitarte la camisa?

—Empecé a notarlo hace como una semana, pero pensé que era por algo que comí o por el sol… no sé —añadí, mientras me desvestía.

El doctor me hizo más preguntas: si estaba usando algún producto nuevo para la piel, si me había afeitado más de lo normal, si podía haber alguna irritación o alergia. Respondí que no, que todo había sido normal últimamente.

Después de revisarme sin encontrar señales preocupantes, decidió pedirme un análisis general de sangre, sólo por precaución. Mi lado hipocondríaco enseguida pensó en cáncer. Se lo comenté, pero me tranquilizó: no parecía haber nada serio, al menos no sin otros síntomas presentes. Me pidió que no me preocupara.

Salí del consultorio más aliviado y aproveché la tarde libre para ir a correr y hacer otros pendientes.

Durante una rutina en los escalones del parque, perdí el equilibrio y caí de nalgas. Me dolió ligeramente el coxis, pero nada grave. Ya me había pasado antes. El dolor persistió con cada paso, como un recordatorio tonto que me hizo olvidar, por un rato, los estudios médicos y la cita con el doctor.

El resto de la semana me la pasé levantándome tarde. No saqué tiempo para ir a hacerme los análisis de sangre, ni para revisar de nuevo el tema de mi pecho. Solo me quedaba el recuerdo de la caída y la vaga molestia que me acompañaba de vez en cuando. Además, el doctor me había dicho que no era urgente, así que preferí no pensar más en eso… por el momento.

Parte 3 – Los análisis

Había pasado ya una semana desde mi última visita al doctor. Una mañana, mientras me alistaba para ir al trabajo, me detuve frente al espejo y noté que mis areolas no habían regresado a su tamaño normal. Las toqué con cuidado, tratando de percibir si la sensibilidad había disminuido, pero no… al contrario, se sentían aún más sensibles.

Terminé de alistarme sin darle demasiadas vueltas. Ya en el trabajo, hice un movimiento brusco que me provocó una punzada de dolor en el coxis, recordándome la caída reciente en el parque. Decidido, le llamé al doctor para contarle lo sucedido. Me recomendó hacerme una radiografía, otra vez. Como ya me había caído antes, no me sorprendió que lo solicitara.

Programé la cita para el día siguiente y continué con mi jornada como si nada.


El procedimiento fue de lo más rutinario. Mientras me desvestía, no pude evitar fijarme otra vez en mi pecho. Las areolas parecían más oscuras y los pezones… ¿más anchos? ¿Más largos? Y eso que no hacía frío. Me pareció extraño.

Al vestirme, noté que el pantalón que llevaba ya no me quedaba tan suelto como de costumbre. ¿Será que la secadora lo encogió? Ahora lo sentía apretado en la cintura. ¿Cómo no lo noté al ponérmelo por la mañana? Me miré con detenimiento en el espejo del vestidor y vi que mis nalgas se veían ligeramente más pronunciadas. Trato de hacer memoria: ¿he estado comiendo más? ¿He subido de peso sin notarlo? Pero no. Sigo con la misma dieta, y no me he sentido más pesado.

—Listo, le enviaré los resultados a tu doctor —me dijo el técnico al terminar—. ¡Ah, y no olvides hacerte los estudios de sangre! Aquí dice que te los pidieron hace una semana.

—Gracias —le respondí, con cierta pena. Ya lo había olvidado por completo.

Pasé directamente a hacerme el estudio de sangre para tener todo listo antes de mi cita con el doctor.


Dos días después, regresé para la interpretación de los resultados. Esta vez fue diferente: al llegar, el doctor ya me estaba esperando con una copia de las radiografías y los análisis. Usualmente soy yo quien espera.

—Estuve revisando tus análisis y los comparé con los del año pasado —dijo, con un tono visiblemente confundido—. También pedí una copia de tus radiografías de cuando te caíste el año pasado, ¿lo recuerdas?

Claro que lo recordaba. Fue una caída algo tonta, y ahora me ponía nervioso el tono con el que hablaba.

El doctor tomó ambos estudios en sus manos.

—No sé qué pensar de tus resultados —dijo mientras los observaba—. Al compararlos, parece que fueran de dos personas completamente diferentes…

Se detuvo unos segundos para aclararse la garganta.

—Y de diferente sexo.

—¿Qué? —pregunté, perplejo, con una avalancha de dudas formándose en mi mente—. ¿Por qué dice eso?

—Tus niveles hormonales —respondió con calma—. ¿Conoces el estrógeno y la progesterona?

—Claro —respondí de inmediato—. Son las hormonas femeninas, ¿Pero eso qué tiene que ver?

—Sí, algo así. Aunque los hombres también las tienen, pero en niveles muy bajos —aclaró. Luego sacó de un sobre el análisis más reciente y lo colocó junto al anterior.

—En términos generales estás saludable, no hay ningún indicador preocupante —dijo, mientras giraba ambos papeles hacia mí—. Pero lo extraño está en los niveles de estrógeno, progesterona… y testosterona.

Sacó un marcador y empezó a subrayar algunos valores.

—Si leyera estos resultados sin saber a quién pertenecen, diría que esta persona está pasando por su pubertad… femenina.

Me quedé en silencio.

Parte 4 – ¿Qué significa esto?

—Ahora quiero saber por qué tienes estos niveles hormonales y tratar de regresarlos a un rango normal para tu sexo y edad —dijo el doctor, dejando atrás su expresión de confusión para adoptar un tono más profesional—. Si permanecen así, podrían empezar a surgir ciertos efectos… como la feminización de tu cuerpo.

—¿Cómo? ¿Me está diciendo que me voy a volver más sensible de lo que ya siento mi piel? —pregunté, medio en broma, medio en serio.

—No me refiero solo a sensibilidad. Si no logramos estabilizar tus niveles hormonales, tu cuerpo podría comenzar a desarrollar rasgos más… femeninos.

Me quedé sin palabras. No podía creer lo que acababa de oír.

—No soy especialista en endocrinología —aclaró—, pero estos niveles que estás presentando explican tus cambios fisiológicos. Sin embargo… —se quedó unos segundos en silencio, buscando cómo continuar.

—¿Sin embargo qué? —pregunté, sintiendo cómo se me tensaban los hombros.

Se levantó de su silla y caminó hacia la pared donde colgaban mis radiografías.

—Me comentaste que ya no te quedan algunos pantalones. Mira esto —encendió la luz para observar con más detalle las imágenes—. No estás engordando. Tus caderas han comenzado a ensancharse. No es un cambio radical, pero a tu edad ya no debería haber crecimiento óseo. Y, sin embargo, es evidente.

Sacó otra radiografía y la colocó junto a la mía.

—Esta pertenece a una paciente apenas unos años más joven que tú. Nota la similitud en la estructura pélvica que empieza a formarse en la tuya.

¿Una paciente?, ¿quiso decir paciente mujer?

—Antes de que vinieras, consulté con un colega sobre tus resultados. Todo con confidencialidad, por supuesto —añadió, como si intentara tranquilizarme, aunque mencionar la palabra “confidencial” solo hizo que mi ansiedad creciera.

—Mi colega me recomendó que te realices un examen de sangre más específico.

—¿Examen de qué? —pregunté, empezando a imaginar mil escenarios.

—Cree que podría tener una idea de qué está ocurriendo exactamente.

Accedí. Me sacó una muestra de sangre en ese momento.

—Habrá que esperar. ¿Puedes venir mañana? —me preguntó mientras llenaba la orden del laboratorio.

—Sí, hablaré en el trabajo para salir temprano —respondí, intentando sonar tranquilo.

Salí del consultorio con la cabeza hecha un nudo. No sabía si debía preocuparme o no. El doctor no me dijo que estuviera mal de salud, pero… nada de esto se sentía normal. Todo me parecía tan extraño, tan fuera de lugar.


A la mañana siguiente, estaba inquieto. Me observaba constantemente en el espejo. Notaba mis caderas ligeramente más anchas, mis pezones más prominentes, y mis areolas… simplemente diferentes. Algo en mí ya sabía que esto no era solo una fase o un efecto secundario sin importancia.

—¿Pubertad femenina? ¿A qué se refiere con eso? —me repetía en voz baja—. ¿Cómo eso es posible?

Entre más pensaba en ello, más preguntas surgían. Decidí no pensar en eso… o al menos no tanto.


Cuando llegué al consultorio, el doctor me esperaba con otra persona: una doctora que no conocía.

—Hola, gusto en conocerte —dijo mientras extendía la mano para saludarme—. Soy especialista en desórdenes genéticos.

No sabía a dónde me iba a llevar esta conversación, pero después de lo del día anterior, ya me hacía una vaga idea.

—Ya tenemos los resultados de tus análisis —añadió, mientras se sentaba frente a mí—. Y confieso que lo que sospechaba parece confirmarse. Tienes una condición genética extremadamente rara, conocida como Dicogamia Retardada. En términos simples, es algo así como un hermafroditismo de aparición tardía.

Me quedé sin reaccionar.

—El cromosoma Y —continuó—, el que generalmente define el sexo masculino, está mutando dentro de tus células. Se está convirtiendo en cromosoma X en una proporción creciente.

Ahora todo parecía empezar a encajar. O al menos eso quería creer.

—¿Qué? ¿Cómo que se ha mutado? —pregunté, incrédulo.

—Lamentablemente, sí. Hicimos un conteo de tus cromosomas y encontramos que solo una pequeña fracción sigue siendo Y. Lo preocupante es que la mayoría de tus células ya muestran pares XX. Si la tendencia continúa, pronto tus análisis genéticos dirán que eres mujer… solo quedará que tu cuerpo termine de adaptarse.

—¿Adaptarse? —repetí en voz baja, como si la palabra no tuviera aún forma real para mí.

—Sí. Las hormonas son las que determinan cómo responde tu cuerpo, y ahora que circulan principalmente estrógenos y progesterona, tu organismo comenzará a remodelarse para ajustarse a ese entorno hormonal. La mala noticia —añadió con honestidad— es que no podemos revertir este tipo de transformación. Aún no existe medicina capaz de cambiarlo.

Permanecí en silencio, mientras trataba de asimilarlo.

—No hay forma segura de detener este proceso, y tratar de frenarlo artificialmente podría provocar complicaciones. Lo más prudente, por ahora, es observar qué tan lejos llega tu cuerpo por sí solo.

—Entonces… ¿solo me queda esperar? —dije, sintiendo que se me encogía el estómago.

—Eso creemos que es lo más sensato. Ver cómo reacciona tu organismo y actuar con base en lo que ocurra.

Era una sentencia. No inmediata, pero sí ineludible.

Asentí, sin fuerzas para argumentar nada. La lógica de lo que decían tenía sentido, aunque todo dentro de mí gritaba lo contrario.

—Con este nuevo perfil genético, puede que pases por una serie de transiciones conforme tu cuerpo se adapte, esto es en base a lo que observamos cuando alguien voluntariamente pasa por un proceso de Terapia de Reemplazo Hormonal —dijo la doctora con calma, como quien intenta preparar el terreno para lo inevitable.

Y yo, con la mente en blanco, apenas podía respirar.

Parte 5 – Cambios no deseados

—Hablemos de los posibles cambios que podrías experimentar durante esta transición… ¿cómo te has sentido últimamente? —preguntó la doctora.

—Preocupado, claro. Pero físicamente, salvo el dolor en la cadera y la sensibilidad en los pezones, me siento bien. Uno fue por la caída, y lo otro… aún no lo entiendo —respondí, tratando de sonar sereno.

—Bien. Como ya te has dado cuenta, tu piel ha comenzado a cambiar. Es más fina, más suave. Es típico en mujeres por la acción de los estrógenos. También notarás una pérdida progresiva de masa muscular y un aumento de grasa en ciertas zonas, especialmente en caderas y glúteos. Eso podría explicar por qué algunos pantalones ya no te quedan igual —explicó con un tono clínico, aunque compasivo.

—¿Me estás diciendo lo que podría pasar… o lo que con certeza va a pasar? —pregunté con un nudo en la garganta.

—No lo sabemos con certeza —respondió la doctora, mirando brevemente al doctor antes de continuar—. Depende de cómo tu cuerpo procese estas hormonas y cuánto tiempo se mantenga esa producción. Si es temporal, los efectos serán menores. Pero si se sostiene en el tiempo… los cambios podrían volverse permanentes.

—¿Qué clase de cambios?

—Además de la redistribución de grasa, podrías experimentar cambios óseos leves. Por ejemplo, los huesos en la pelvis podrían ensancharse, como ocurre en la pubertad femenina. Incluso tu rostro podría suavizarse, adoptar rasgos más… femeninos. Todo depende de cuánto tiempo y en qué niveles se mantenga el perfil hormonal que ahora tienes.

Sentí que el aire me faltaba. A medida que hablaba, todo parecía volverse más real.

—¿Y los senos? —pregunté, antes de que ella continuara.

—También es posible. De hecho, si no es que ya ha comenzado, es probable que pronto empieces a notar pequeños bultos detrás de los pezones. Es el primer signo de desarrollo mamario. Lo hemos visto antes en otros contextos hormonales. No es exclusivo de las mujeres… pero en tu caso, parece inevitable.

Me quedé en silencio.

—Hay algo más —añadió con cautela—. No sabemos cómo esta condición genética tan inusual afectará a tus órganos sexuales. Si el cambio hormonal continúa, podría haber transformaciones más profundas. No podemos predecir exactamente cómo responderá tu cuerpo. Hay límites a lo que la medicina entiende.

—¿Qué… estás diciendo que podría cambiar completamente?

—No tenemos forma de saberlo —dijo, mirándome con seriedad—. Tu cuerpo parece estar respondiendo a un nuevo patrón genético y hormonal. Y si esa adaptación continúa… podrías llegar a desarrollar genitales externos acordes con una anatomía femenina. No sabríamos cómo… solo que podría ocurrir.

—¿Entonces… podría terminar con una… vagina?

—Es una posibilidad —respondió con seriedad—. Pero sería una transición espontánea, no médica ni inducida. Hay muy pocos casos documentados con algo similar, y los pocos que existen suelen estar envueltos en confusión, confidencialidad… o silencio.

Me quedé en silencio.

—Algunas personas simplemente desaparecen del radar médico, otras se niegan a hablar, y hay quienes se adaptan en privado y nunca buscan atención formal. Lo que estás viviendo es extremadamente raro, pero no eres la primera persona en mostrar algo así. Solo que nadie ha logrado entenderlo completamente.

Cerré los ojos. No para evitar la respuesta, sino para poder sostenerla dentro de mí. Lo que estaba pasando no era un juego, ni una fantasía… y ni siquiera un diagnóstico con soluciones. Era un territorio incierto, lleno de huecos en la ciencia y en la experiencia humana. Algo que nadie —ni siquiera yo— comprendía del todo.

Parte 6 – Mis pronósticos

—¿Hay algo que se pueda hacer para prevenir estos cambios? —pregunté, con una mezcla de esperanza y desesperación. Siempre hay algo que se pueda hacer… ¿no?

Los doctores se miraron entre sí, buscando una respuesta concreta. La doctora tomó la palabra.

—Tal vez —dijo, con cuidado—. Así como existen terapias hormonales, podríamos usar ciertos medicamentos para intentar frenar o reducir la producción de algunas hormonas femeninas. No es garantía, pero es una opción.

No estaba todo perdido. O al menos eso quería pensar.

El doctor abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó un par de frascos.

—El problema es que tu condición no es común —añadió—. No sabemos a ciencia cierta cómo va a responder tu cuerpo. En otros pacientes que transicionan de forma voluntaria con hormonas, el proceso es monitoreado cuidadosamente. Pero en tu caso, estamos entrando en terreno desconocido. Podríamos lograr estabilizarte… o provocar un desajuste aún mayor. No lo sabremos hasta intentarlo.

No sonaban muy optimistas, pero yo sí. Al menos un poco. En este punto, con todo tan incierto, estaba dispuesta a probar lo que fuera.

—Tenemos que estar preparados para cualquier eventualidad —advirtió la doctora—. Sigue las instrucciones con cuidado y avísanos si notas algo inusual.

Le agradecí mientras tomaba el medicamento. Tenía la sensación de estar confiando a ciegas… pero no tenía muchas opciones.

—Lamentamos tener que darte todas estas noticias —dijo el doctor—. Te recomendaríamos hablar con alguien especializado en estos casos. —Buscó entre una pila de tarjetas—. Aquí. Ella es terapeuta con formación en genética médica, la más capacitada que conocemos para ayudarte a atravesar este proceso.

Tomé la tarjeta. Era ginecóloga, además. Claro…

Guardé silencio por unos segundos, tratando de no dejar salir la rabia, el miedo, ni el desconcierto. Al final, solo pude soltar una sonrisa nerviosa.

—Gracias… no sé si mudarme al hueco más profundo de esta tierra o ir comprando faldas de una vez —dije medio en broma, aunque algo de mí lo pensaba en serio—. No tengo idea de cómo voy a pasar por todo esto. Ni cómo explicarlo en el trabajo, ni a mi familia… ni a mis amigos.

—Es difícil —dijo la doctora con sinceridad—. Pero no imposible. No podemos imaginar cómo te sientes, pero estamos aquí para apoyarte en lo que podamos.

Fácil decirlo. Ellos no estaban viviendo esto.

Senos… ¿y quizá una vagina? ¿En serio? ¿Cómo puede estarme pasando algo así?

Salí del consultorio sintiendo que llevaba un secreto que no cabía en el cuerpo. Intenté enterrar toda esa información en lo más profundo de mi mente. Alejarla. Fingir que aún podía seguir con una vida normal. Trabajar. Comer. Dormir. Repetir.

Y si los cambios se hacían inevitables… ya vería cómo enfrentarlos.

Por ahora, solo me quedaba una cosa.

Confiar en que los medicamentos funcionaran.

Parte 7 – El comienzo

Había pasado ya un mes desde aquella consulta con el doctor. Durante ese tiempo, no noté cambios nuevos, y poco a poco, los nervios comenzaron a disiparse. Todo parecía indicar que el medicamento estaba funcionando. Aunque mis caderas y mis pezones seguían un poco más grandes, como no había visto progresos recientes, empecé a pensar que quizás esos serían los únicos efectos. Me acostumbré a la nueva sensibilidad del pecho y, salvo que alguien lo mirara con detalle, mis caderas no llamaban la atención.

Animado por la idea de que tal vez todo se detendría ahí, decidí aceptar lo que ya había cambiado y seguir adelante.

—Son solo pequeños cambios, no importa —me dije al observarme en el espejo, girando un poco para ver mi silueta desde distintos ángulos. Conozco un amigo que también es medio caderón, y se ve bien. A simple vista, ni se nota que pasé por algo. Tal vez si hago más ejercicio logre disimularlo. Me arreglé para el día y salí a trabajar, con la mente más despejada.


Todo marchó con relativa normalidad hasta que, una mañana, mientras me bañaba, noté algo diferente. Al enjabonarme el pecho, sentí que los pezones estaban un poco más salientes. La sensación me llamó la atención, y comencé a tocarlos con más cuidado. Los notaba aún más sensibles… y, peor aún, sentí pequeños bultos bajo la piel. Exactamente lo que la doctora mencionó: el comienzo del desarrollo mamario.

Salí del agua rápidamente y me miré en el espejo. Ya no era el mismo pecho de antes. Las areolas se veían más alargadas, más suaves, más sensibles. Mis pezones eran más grandes, y tocarlos me provocaba una sensación incómoda… íntima. No se veían grotescos, pero tampoco eran los que había conocido toda mi vida. Ya no parecían de hombre.

Me alejé un poco para observarme mejor. Alrededor de los pezones, la piel se notaba más abultada, como si estuviera inflamada, pero sin dolor. Era evidente que algo estaba creciendo ahí. El pecho, aunque aún plano en su mayoría, tenía un contorno femenino incipiente. De seguir así, pronto no podría salir sin camisa a correr sin llamar la atención.

Seguí retrocediendo hasta ver mi cuerpo completo. Puse atención en mis caderas. Las notaba más amplias, más llenas. Las nalgas también habían cambiado: más redondeadas, carnosas. ¿Cómo no lo había notado antes? Y además, el vello corporal era mucho menos que antes, y la piel… más suave. La curva de mis caderas comenzaba a insinuarse. Incluso mi pene se veía más pequeño de lo habitual, y eso que no hacía frío.

«Tu miembro tendrá una transición… complicada», recordé las palabras de la doctora. No quise seguir pensando en eso, pero la frase me acompañó como una advertencia flotando en el vapor.

Me alarmé. Pensé que el medicamento estaba logrando estabilizar mis niveles, que los cambios se habían detenido. Pero no. Esto significaba que seguían ocurriendo, tal vez solo más lento. Tenía que pedir otra cita.

Antes de que empezaran todos estos cambios, me había tomado una foto del cuerpo completo, como referencia o… tal vez como recuerdo de lo que fui. Lo hice de nuevo. Otra foto. Otra versión de mí. Más curvas. Más incertidumbre.

—Creo que podría vender muchos libros contando mi historia —murmuré, con una risa tensa, medio en broma.

Volví a meterme bajo el agua para terminar de bañarme y prepararme para el día. A pesar de todo, tenía que seguir con mi vida, trabajar, distraerme. El dinero no detiene los cambios, pero al menos ayuda a sobrevivirlos.

Mientras me enjabonaba de nuevo, no pude evitar tocarme las caderas, mis nalgas… sentir el cambio. La forma. El volumen. Me detuve, confundido. ¿Era rechazo lo que sentía… o curiosidad?

Hubo un instante —uno solo— en el que me gustó lo que sentí. Me gustó la suavidad, el volumen, la forma. Me gustó cómo todo parecía alinearse en silencio. Y en ese instante, me asusté.

¿Y si dejaba de tomar el medicamento? ¿Y si permitía que mi cuerpo siguiera este camino? Una parte de mí empezaba a desearlo… como si las propias hormonas estuvieran reprogramando no solo mi cuerpo, sino también mis pensamientos. Como si una mitad de mí estuviera despertando y pidiendo salir.

Parte 8 – Buscando control

Terminé de bañarme y me alisté para empezar mi día laboral. Entre más rápido saliera de casa, menos oportunidad tendría de pensar en las implicaciones de este pequeño… gran problema que estaba atravesando.

Me puse un pantalón, una camisa, un suéter y un saco. Hacía algo de frío, lo cual me convenía. Entre más capas de ropa, mejor. Me observé en el espejo desde distintos ángulos, buscando señales externas de los cambios. Pero con toda esa ropa encima, era difícil notar algo. Menos mal.

Mientras caminaba hacia el coche, no podía dejar de pensar en la posibilidad de que el medicamento ya no estuviera funcionando. ¿Y si los cambios volvían con más fuerza? En cada paso sentía mi cuerpo distinto. Como si se estuviera encogiendo por dentro. Como si la grasa se redistribuyera y el músculo disminuyera. Como si dentro de este cuerpo de hombre se estuviera gestando una mujer que quería salir.

La idea me inquietaba profundamente.

Normalmente habría esperado a llegar a la oficina para hacer una llamada, pero la ansiedad me ganó. Marqué desde el camino.

—Hola… me gustaría hablar con mi doctor. Quisiera agendar una cita —dije. ¿Mi voz temblaba? Soné más nerviosa de lo que esperaba.

—Lo siento, el doctor no está disponible en este momento. ¿Gustas dejar un mensaje? —me respondió la recepcionista.

—Sí. Solo… dígale que el medicamento no está funcionando. Él sabrá a qué me refiero —dije, esperando que no todos en ese consultorio supieran lo que me estaba pasando.

—De acuerdo, le paso el mensaje.

Colgué sin despedirme. Estaba tan distraído que ni me di cuenta.

Llegué a la oficina y apenas me senté en mi escritorio, me absorbió el ritmo del trabajo. Por suerte. Necesitaba una distracción. Sentirme útil. Sentirme alguien más por unas horas.

Un par de horas antes de terminar la jornada, sonó el teléfono.

—Hola, recibí tu mensaje. Tengo un espacio para verte hoy mismo. ¿Puedes venir más tarde? —era el doctor.

No esperaba que me respondiera tan rápido. ¿Sería buena señal? ¿O mala?

—Sí, me desocupo y voy para allá —respondí. Colgué, cerré todo, y me fui directo al consultorio.


Al llegar, pasé por las preguntas de rutina en recepción. Pero al entrar a la oficina del doctor, noté algo que no esperaba: la doctora ginecóloga estaba ahí también. Su presencia me tensó.

—Gracias por venir tan rápido —me saludó ella, indicándome que me sentara—. ¿Tu doctor me comentó que crees que el medicamento ha dejado de hacer efecto?

—Sí… desde la última vez que nos vimos, mis caderas se han alargado un poco más, y mis nalgas han cambiado. Pensé que se habían detenido, pero hace poco noté algo más… —tomé aire—. Siento bultos detrás de mis pezones.

—Entiendo —asintió—. ¿Has notado algo más? ¿Cambios en tu pene, por ejemplo?

—Sí. Ha estado disminuyendo de tamaño, poco a poco —respondí, bajando la mirada—. No sé si eso sea parte del proceso o una señal de que el medicamento ya no funciona.

—Antes de sacar conclusiones, me gustaría ver los cambios. ¿Podrías quitarte la ropa? No hace falta que te quites la ropa interior.

—Claro… —me puse de pie con algo de nerviosismo.

Me acerqué a la camilla. Nunca me había incomodado ser examinado por doctores, pero esta vez era distinto. Sentía que mostraba un cuerpo que ya no me pertenecía del todo. Un cuerpo nuevo que ni yo terminaba de entender.

Cuando estuve listao, la doctora se acercó.

Vi un gesto de sorpresa en su rostro, muy sutil, casi imperceptible. Pero estuvo ahí.

—Disculpa… confieso que sí me sorprende cuánto has cambiado. Tus caderas están muy distintas a la última vez que te vi —dijo, sin juzgar, solo sorprendida.

—Y tu piel… más suave —añadió—. No me extraña que no lo notaras tanto; es tuya. Pero créeme, es evidente.

—Déjame ver tu pecho —continuó. Lo que más temía escuchar.

Me pidió que me acomodara distinto, con mejor iluminación y una postura relajada. Yo sabía que algo iba a confirmar. Algo que ya no podía ocultar ni negar.

Se puso guantes y comenzó a palpar mis areolas. Sentí el toque clínico, sí… pero también sentí esa sensibilidad que me costaba admitir.

—Definitivamente siento los bultos que mencionas. ¿Te parece si hacemos un ultrasonido para confirmar?

—Sí… adelante.

En silencio, me preparé para la verdad.

—La buena noticia —dijo después de revisarme— es que no son quistes. Lo que estás desarrollando son yemas mamarias. Como las de una niña entrando a la pubertad.

Tragué saliva. Lo sabía… pero escucharlo era otra cosa.

Intenté mantener la calma, pero algo dentro de mí empezaba a desmoronarse. La certeza de que el medicamento no estaba funcionando. De que mi cuerpo estaba, sin duda alguna, volviéndose femenino. Y peor aún… con senos.

—Pero… ¿los bloqueadores no se suponía que evitarían esto? —pregunté. Toda mi esperanza estaba puesta en esas pastillas.

—Lo esperábamos —dijo la doctora, con franqueza—. Pero esta condición genética es tan poco documentada que no sabemos cómo reacciona a los tratamientos convencionales. En la mayoría de los casos, los bloqueadores funcionan… pero en ti, por alguna razón, no.

—Quiero que revisemos mis niveles hormonales. No quiero seguir a ciegas —dije, con más firmeza de la que esperaba.

—Totalmente de acuerdo. Vamos a sacar sangre ahora mismo. Y, mientras tanto, aumentaremos un poco más la dosis de los bloqueadores. ¿Te parece si nos vemos en dos semanas?

—Sí. Está bien.

Ella sacó una jeringa del cajón. Mientras me sacaba sangre, me volví más consciente de mi cuerpo. La luz blanca del consultorio no perdonaba. Todo lo que ella había dicho… lo veía ahora claramente. Ya no había lugar para el autoengaño. Mis curvas. Mis pezones. Mi cadera. Todo se estaba transformando.

Mientras me vestía, pensé en lo limitado de mi guardarropa. Solo unos pocos pantalones seguían disimulando lo que ya no podía ocultar. Tendría que comprar más ropa… o empezar a aceptar lo que venía.

La doctora terminó de preparar la muestra y me entregó una nueva receta. Me deseó suerte.

Y yo… me pregunté si eso todavía servía de algo.

Parte 9 – Mientras espero resultados


A pesar de todo, mi día transcurrió sin problemas. Aunque algo dentro de mí me decía que esto apenas era el comienzo. Al salir del consultorio, decidí pasar por una tienda a comprar un pantalón nuevo. Algo más holgado, que me ayudara a disimular los cambios.

Mientras caminaba por la tienda, no dejaba de pensar que ya no era una cuestión de “si…”, sino de “cuándo”. ¿Tendré senos? ¿Tendré vagina? Me sentía como la tripulación del Titanic justo después de chocar con el iceberg: sabían que algo grave había pasado, pero aún no sabían qué tan catastrófico sería. Así me siento. Como si ya hubiéramos hecho impacto, y ahora solo queda esperar si el barco aguanta… o se hunde.

En ese instante, imaginé cómo sería mi cuerpo si todo esto seguía su curso. ¿Tendría senos grandes? ¿Una cadera ancha? La imagen se formó tan vívida que me asustó. No, no es lo que quiero. No quiero tener cuerpo de mujer, ni senos, ni vagina. Pero… ¿por qué mi mente fue ahí? ¿Son estas hormonas las que me hacen pensar cosas que no deseo?


A la mañana siguiente, mientras me vestía, noté que la camisa ya no caía igual sobre mi pecho. Había algo distinto. Me puse el pantalón nuevo que compré la noche anterior para disimular la forma de mis caderas y glúteos.

—Aún no se nota —me dije, como una forma de motivarme. Como si dijera “todavía tengo tiempo”.

Tomé el medicamento con la esperanza de que ahora sí funcione.

Semanas atrás, cuando noté que mis pantalones me quedaban más justos, pensé que la secadora los había encogido. No me tomé el tiempo de observar mi cuerpo ni de hacerme preguntas. No creí necesario buscar explicaciones. Nunca imaginé que había una condición tan rara, tan improbable, y que me estaba ocurriendo a mí.


En el trabajo, nadie notó nada. Lo cual era un alivio. Pude enfocarme en mis tareas y en los pendientes del proyecto que tenemos en curso. Perderme en el código, como siempre, me salvó. Me ofrecía algo más sólido a qué aferrarme. Algo que aún era mío.

Aunque de vez en cuando, al ver a mis compañeras pasar con sus vestidos o blusas ajustadas, me distraía. No podía evitar preguntarme: ¿qué haré si los cambios se hacen obvios?, ¿le contaré a mi jefe?, ¿cómo lo tomará?, ¿seguiré usando ropa de hombre… o de mujer?

Son tantas preguntas. Supongo que tendré que resolverlas cuando llegue el momento. Un problema para el mi de mañana. Porque ahora no tengo respuestas. Solo presentimientos.


Al salir del trabajo, decidí ir al centro comercial para despejarme. Caminar entre la gente me ayudaba a sentirme menos… extraño. Como si mi cuerpo pudiera pasar desapercibido por un rato. A pesar de todo, aún disfrutaba ver a las mujeres. Mirarlas. Admirarlas.

Ver sus senos. Su forma. Su ropa. Saber que, a pesar del cóctel hormonal que recorría mi cuerpo, aún sentía ese interés. Me reconfortaba pensar que aun preservo esa parte de mi “yo” anterior.

Pero mientras lo pensaba, pasó una mujer con un escote pronunciado. Sus senos eran grandes, bien definidos. No podía evitar mirarlos. Y entonces, lo supe: yo también estoy empezando a desarrollar los míos.

Una punzada de miedo me atravesó. Pensé en cómo esos senos, en ella, la definían. Llamaban la atención. Eran parte de su feminidad. Y me pregunté si los míos, algún día, serían así. ¿Serán igual de visibles? ¿Igual de atractivos? ¿Igual de imposibles de ocultar?

Por un momento, no quise que crecieran. Quise frenarlos. Quise esconderme.

Pero… otra parte de mí sí los quería así. Sí los deseaba grandes. Redondos. Femeninos.

Y esa parte me asustó.

No era una fantasía. No era curiosidad. Era deseo. Y era nuevo.

Tal vez las hormonas están haciendo más que cambiar mi cuerpo. Tal vez también están reconfigurando mis pensamientos. Y si eso es así… ¿cuánto de mí va a quedar?


No sé qué haré cuando llegue el momento. Si mis senos crecen, ¿cómo los esconderé?, ¿cómo desviaré la mirada de quienes se den cuenta?, ¿qué dirán?, ¿qué diré yo?

Y entonces me pregunto… ¿las mujeres piensan en eso cuando les empiezan a crecer los senos?, ¿piensan en las miradas, en la ropa, en el juicio?, ¿quieren que sean pequeños para pasar desapercibidas?, ¿se sienten incómodas cuando son grandes?

Yo nunca lo pensé. Y ahora, quizás, lo voy a vivir.

Parte 10 – Distracciones bienvenidas

Habían pasado ya dos semanas, y era momento de ver si el medicamento realmente estaba haciendo efecto. A pesar de que notaba cómo mi pene seguía disminuyendo de tamaño, quería mentirme y pensar que era por el frío… o por nervios. Sin embargo, no estaba seguro de si mi pecho había cambiado tanto. Algunos días lo notaba distinto, otros “normal”, aunque los bultos seguían ahí. Lo innegable era que mis pezones ya no eran los mismos que hace un mes. Mis caderas las medía cada par de días, y los números me confirmaban que sí estaban creciendo… poco, pero constante.

Esa noche anterior, ya no pude dormir boca abajo. Solía hacerlo para relajar la espalda al final del día, pero ahora la sensibilidad del pecho me lo impedía. No podía relajarme. Literalmente.

Todo eso me decía que el medicamento no estaba funcionando… pero me aferraba a la esperanza. Pasé por la clínica antes del trabajo para hacerme el análisis de sangre. Entré y salí sin demora. Ahora, a esperar.


A los cambios físicos, se sumaban los pequeños ajustes logísticos: escoger ropa que no delatara nada, evitar ciertos estiramientos frente a otros, estar revisando medidas cada tanto, y por supuesto, la preocupación constante por si el medicamento haría efecto. Y si no… ¿qué haría entonces?

Pero no podía brincar a conclusiones antes de ver qué diría la doctora.

El día laboral se me hizo distinto, inquieto. Sabía que los resultados no estarían de inmediato, quizás 24 horas. Así que por ahora solo me quedaba tomar mi dosis y seguir como si nada.

Unas horas después, empecé a sentirme intranquilo. Normalmente sé manejar este tipo de ansiedad, pero esta vez no. Tal vez porque es nuevo. O porque mis niveles hormonales ya no son los de antes. O porque, en el fondo, temo estar convirtiéndome en algo que aún no sé cómo aceptar.

Me levanté de mi escritorio buscando una distracción. Un café me vendría bien.

En el pasillo me topé con una compañera. Justo ese día se había arreglado de la manera que me gusta. Traía su falda entubada, camisa de vestir, saco, medias, tacones… y, juraría, se le alcanzaba a transparentar el sostén. No tenía por qué vestirse así para la oficina, pero a mí me gustaba verla así.

—Hey, hola. ¿Vas de salida? —me preguntó.

—Eh… sí, voy por un café —respondí, con algo de duda.

—¿Puedo acompañarte?

Una parte de mí quería decir que no, necesitaba un momento a solas. Pero otra parte… no quería ser descortés. Y, además, quizá me ayudaría a comprobar si alguien notaba mis cambios.

—Claro, vamos —acepté.

Caminamos rumbo a la cafetería cercana. Charlamos sobre cosas mundanas: el clima, el proyecto, la comida del día. Mientras esperábamos nuestras bebidas, nos sentamos. En medio de la conversación, hubo un breve silencio. Noté que quería decirme algo.

—¿Todo bien contigo? Te he notado algo extraño últimamente —preguntó, con tono suave.

¡Oh no! ¿Había notado algo? Traté de mantener la compostura.

—No, para nada. ¿Por qué lo dices?

—Te veo un poco más… distraído. Y más delgado también. ¿Estás comiendo mal otra vez? ¿Quieres que le diga a los demás que dejen de darte tanta lata? —bromeó.

Suspiré con alivio. Pensaba que era por estrés laboral. Mejor eso.

No quería mentirle, pero tampoco estaba listo para contarle la verdad. ¿Cómo decirle que posiblemente me estoy transformando en mujer? La preocupación en su rostro me hizo sentir peor. Ella realmente creía que atravesaba por una enfermedad grave. Y aunque no lo es en el sentido clásico… lo que vivo es igualmente desconcertante.

Entonces, sin aviso, extendió la mano hacia las mías, que descansaban sobre la mesa. Las retiré instintivamente.

—Oh, perdón. No quería incomodarte —dijo, apenada.

No era incomodidad emocional. Solo no quería que notara lo suave que estaba mi piel. No era el de antes.

—No fue incomodidad —respondí rápido—. Estaba pensando qué preguntarte y me sorprendiste.

—¿Ah sí? ¿Qué ibas a preguntarme?

Se inclinó con interés, aún preocupada.

—Si estás pasando por algo, me gustaría ayudarte en lo que pueda.

¡Ay! Hablé sin pensar, y ahora tenía que improvisar una pregunta creíble para no dejar la conversación en el aire.

—Te agradezco mucho. Cuando sepa más, te contaré —dije con sinceridad.

—Gracias. No te presionaré. ¿Y entonces? ¿Qué me ibas a preguntar?

Me volví a encerrar en mis pensamientos. Si fuera otro contexto, le habría preguntado algo para acercarme a ella, para invitarla a salir. Pero ahora… no podía.

—Nuestra orden ya está lista —dije, aliviado. Quizás demasiado rápido.

—Lo dejamos para después, cuando te sientas mejor. ¿Te parece?

Asentí. Ella era amable, directa, y sin duda atractiva. Había querido acercarse, y yo… simplemente no pude responder.

De regreso, no pude evitar fijarme en su silueta. La falda negra y la blusa rosa le daban un aire femenino, profesional y sensual al mismo tiempo. Al detenerme a abrocharme las agujetas, la vi caminar delante de mí. Noté las costuras de su ropa interior marcadas bajo la tela.

Y en ese instante, no pude evitar imaginarme en otro cuerpo. En el mío… transformado. Con esas curvas, esa ropa, esa presencia. ¿Y si, como mujer, pudiera tener una oportunidad con ella? ¿Y si como hombre nunca fui suficiente?

No lo sé.

Por ahora… solo me queda disfrutar del paseo.

Leer Parte 2

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *