Imagina que lo único distinto en tu nacimiento hubiera sido recibir el otro cromosoma. ¿Cómo habría sido tu vida?. Con esta historia, quiero explorar esa pregunta que, de vez en cuando, me gusta hacerme. Es mi ejercicio de imaginación y, en el fondo, una forma muy personal de mirar el reflejo que no tuve pero que siempre me ha acompañado.
Prólogo
—¿Y si un día te vieras con los mismos ojos que te veo yo?
—No sé si podría…
—Entonces yo los cerraré —dijo ella—. Y solo te voy a escuchar.
Liliana nunca olvidó esas palabras.
Sabía por qué le habían dolido tanto.
Sabía por qué, aunque sonaran hermosas, no podía creérselas.
Porque sí sabía lo que tenía. Sabía lo que provocaba.
Y eso la hacía desconfiar.
No era el miedo a no ser suficiente. Era el miedo a ser vista solo por lo que era visible y nada más.
A que cada cumplido escondiera un deseo.
A que cada gesto ocultara un interés.
A que cada mirada fuera un juicio o un interés disfrazado de amor.
Por eso aprendió a esconderse.
Por eso prefería el silencio.
I
Me despierto antes de que suene la alarma.
Me quedo acostada unos segundos más, con las sábanas aún tibias contra mis piernas y el aire fresco de la mañana rozándome el rostro.
No he soñado nada o, si lo hice, ya se esfumó.
Me doy la vuelta lentamente, sabiendo que en cuanto me levante, el mundo volverá a pesar.
Por unos segundos, soy solo yo.
Ni programadora, ni hija, ni mujer.
Solo yo, acostada en silencio.
Respiro. Inhalo. Exhalo.
No es suficiente.
Ese pensamiento aparece sin permiso, como una notificación interna que ya no necesita activarse: vive ahí.
Lo dejo pasar.
No lo niego, no lo discuto. Solo… respiro.
Me levanto.
El suelo está frío bajo mis pies, pero el aroma del café que estoy por preparar ya flota en mi mente.
Voy hacia la cocina pequeña, con el cabello suelto, recogido a medias de haber dormido menos de lo que debí.
Acomodo la blusa en los hombros, esa blusa de algodón que, sin buscarlo, se adapta a mi figura al caer.
Me miro de reojo en el microondas apagado.
No me gusta esa curva.
Esa otra tampoco.
Pero ignoro el reflejo.
El ritual del café es silencioso.
Filtro. Agua caliente. La taza negra de siempre.
La libreta a un lado, abierta en la última página donde escribí media idea de código mezclada con una queja personal.
Hoy no la leo.
Hoy solo miro el vapor.
Desayuno algo sencillo: dos huevos con tortilla.
Me obligo a hacerlo con calma, aunque parte de mí quiera apurarme aunque sé que hay tiempo.
Primero… primero café.
Aún sentada, doy el primer sorbo.
Siento el líquido recorrerme y una paz sutil me invade.
Veo por la ventana cómo la ciudad empieza a moverse, despertando…
Y yo… sentada en mi sofá, con una camiseta amplia y panties cómodos, sin necesidad de ajustarme o esconderme.
Aquí, en mi santuario, mi cuerpo es solo mío.
No tengo que preocuparme por la forma de mis caderas, por el peso de mi pecho bajo la tela, por las miradas que podrían inventarse historias sobre mí.
Aquí, soy libre.
Sé que cuando salga de casa me espera revisar un módulo que otro compañero dejó incompleto.
Podría decir algo…
pero ya aprendí que a veces es más sencillo dejarlo ir y arreglarlo.
Lo que no sé es cuánto de eso me está costando por dentro.
Pero decido ignorarlo.
Como siempre lo hago.
Me tomo mi tiempo para terminar la primera taza.
En el pasillo me voy desvistiendo para pasar a bañarme.
Salgo de la regadera y empiezo a alistarme para el exterior:
Jeans cómodos, blusa oscura.
Ropa que me cubra lo suficiente, para no tener que pelearme conmigo misma cada vez que noto una mirada que no pedí.
Me miro de paso en el espejo.
Finjo una sonrisa, tanteando el reflejo para ver si hoy… me aceptaré.
La blusa se ajusta sin querer en mi busto y me recuerda, como un susurro insistente, que allá afuera no es tan sencillo.
Aquí, puedo soportarlo.
Afuera… ya veremos.
Recojo mi cabello en una trenza rápida, sintiendo el leve cosquilleo de mi cabello deslizándose por mi espalda.
Es una sensación simple, casi bonita.
Y salgo de casa de todas formas.
Las calles suenan a ciudad: motores, cláxones lejanos, alguna voz dispersa.
Y mientras abro el coche, pienso en ella.
Esa mujer del trabajo.
La que me hace sonreír con solo pasar junto a mí.
No sé si se fije en mí.
Ni siquiera sé si ha notado cómo la miro a veces.
Quizás solo estoy proyectando.
Quizás me estoy metiendo en un pozo que ya conozco.
Pero el corazón no pregunta.
Ya me ha pasado.
Cuando menos pienso, ya estoy perdida pensando en alguien más… otra vez.
Saco mi teléfono para ver mis redes.
Notificaciones de personas que le dan like a mis fotos.
Seguro es por mi físico… Adiós.
Y entonces: una actualización de ella.
Contemplo su mirada un momento.
Me siento frente al volante.
Pongo las manos sobre él.
Cierro los ojos por un instante.
Afuera, un perro ladra.
En el retrovisor, mi rostro parece más sereno de lo que me siento.
Giro la llave.
El motor tarda un par de segundos en arrancar.
Como yo.
II
El coche se detiene en el estacionamiento de siempre.
Lejos de la entrada, como siempre elijo, para darme unos minutos extra de calma antes de entrar al mundo.
Me bajo ajustando los tenis que escogí hoy.
No son deportivos. Son de esos «de oficina», discretos, lisos, casi elegantes…
Pero sobre todo: suaves.
Suaves para poder caminar sin que el movimiento me delate, sin que la gravedad marque cada paso más de lo que deseo.
Así controlo mejor el paso. Así controlo mejor mi cuerpo.
Camino hacia la oficina con la cabeza medio en las nubes.
Cruzo el umbral con el gafete colgando, el cabello recogido en una trenza firme y los audífonos puestos, aunque casi no suene nada.
Un escudo más.
El lugar huele a café viejo y aire reciclado.
Teclados suenan a lo lejos.
Voces bajas.
Luz blanca tenue, de esa que a media jornada empieza a pesar en los párpados.
No he cruzado aún medio pasillo cuando escucho su voz.
—Buenos días, Liliana.
Me giro, intentando mantener mi rostro neutral, aunque sé que no me sale bien.
Ahí está.
Camila.
Camila con su sonrisa siempre relajada, su voz que parece haber dormido bien y desayunado mejor.
No lleva maquillaje, o si lo lleva, es invisible.
Pero hay algo en sus ojos… esa forma lenta de mirar.
—Hola —digo, bajando un poco la mirada, porque sí, me pone nerviosa.
Pero lo hago sonar de manera seca, profesional.
Es lo único que me sale.
Así evito tragedias.
Sigue caminando conmigo, como si fuera lo más normal del mundo.
Aunque rara vez hablamos más que lo necesario.
Charlamos un poco del código que tiene que integrarse, de las nuevas fallas que aparecieron anoche en QA.
—¿Puedo sentarme contigo hoy? —pregunta, con esa naturalidad suya que siempre parece imposible de fingir—. Mi lugar está en mantenimiento… otra vez dejaron la ventana abierta y se mojó todo.
Mi cuerpo entero se tensa.
Por dentro, una parte de mí grita que sí, que por favor.
La otra se pregunta si es buena idea.
—Claro —respondo con calma, ya acostumbrada a esconder, a no mostrar demasiado.
Se sienta a mi lado.
Deja su termo en la mesa.
Huele a té de canela.
Y todo en mí quiere voltear, mirarla más tiempo, memorizarla.
Pero no lo hago.
Me acomodo frente a la pantalla.
Mis dedos flotan sobre el teclado, sin tocarlo.
Debo abrir Visual Studio.
Debo buscar ese maldito error.
Pero mi cerebro se rehúsa a funcionar.
—¿Qué estás revisando? —pregunta ella, inclinándose un poco para mirar mi pantalla.
Su cabello roza el aire cerca de mí.
Su voz me sacude más que la luz blanca.
—Un módulo que dejaron incompleto. Estoy limpiando funciones.
—¿Otra vez? —dice, y su tono tiene ese tinte cómplice, esa sonrisa no dicha.
Como si ya supiera que siempre me toca a mí.
Como si estuviera de mi lado.
Una risa suave me escapa.
Casi involuntaria.
—Sí, ya sabes… esa que arregla lo que todos usan, pero nadie ve.
Ella me mira.
Y por un instante, juro que algo en su expresión cambia.
—Tú no eres cualquiera, Liliana.
Su voz no es fuerte.
No necesita serlo.
Cada palabra cae como piedra suave en un estanque silencioso.
Y yo… me hundo en ese eco.
Ella se aleja un poco, vuelve a enfocarse en su pantalla.
El momento se disuelve en el ruido de fondo.
Pero algo queda flotando.
Una palabra.
Una posibilidad.
Un espacio.
III
La jornada termina sin grandes incidentes.
El código que corregiste quedó limpio.
Aunque, como siempre, nadie lo notó.
Camila trabajó callada la mayor parte del tiempo.
Solo cruzaron un par de frases más.
Ella dijo algo sobre su gato.
Tú respondiste con una sonrisa algo torpe.
Pero no dejaste de notarlo.
De notarla.
A reojo, atrapabas fragmentos suyos:
Cómo veía la computadora con esa concentración que parecía absorberlo todo.
Cómo se acomodaba el fleco del cabello, con ese gesto distraído que se sentía demasiado íntimo.
Cómo su mirada bajaba lenta al escribir en su libreta, como si pesara cada palabra.
Belleza.
Silenciosa, inadvertida, y para ti… inevitable.
Las horas pasaron.
Te subiste al coche.
Llegaste a casa.
Te quitaste los zapatos.
Soltaste el cabello.
Y ahora, finalmente: tranquilidad.
Seguridad.
Te quitas la blusa y la dejas caer al suelo, casi sin pensarlo.
Después el sostén.
Creo que ya es hora de lavarlo.
Cruzas el pasillo hasta tu cuarto, buscando esa camisa de algodón.
La de siempre.
La que te abraza.
La que te da la bienvenida a tu guarida.
Sentada en tu silla, frente a la mesita de siempre, con la taza medio llena y la libreta abierta sin leer.
La televisión está encendida, pero ni sabes qué hay.
Solo ruido.
Solo fondo.
Te dispones a prender la computadora.
A perderte un rato.
Te colocas los audífonos, planeando arruinarle la noche a alguien en alguna partida rápida.
Entonces, el celular vibra.
Miras.
Ves su nombre en la pantalla: Camila Trabajo.
Te congelas.
No es común.
No hablan fuera del trabajo.
Tienes que leer dos veces para asegurarte de que lo viste bien.
Camila:
¿Sabes qué es lo peor de sentirse ‘cualquiera’?
A veces, una sola mirada lo cambia todo.
Buenas noches, Liliana.
Tu corazón se acelera.
Tu primera reacción no es alegría.
Es desconcierto.
«¿Qué chingados es eso?»
Primero la cripticidad de ESA frase en la mañana… y ahora esto.
Quizás fue para otra persona.
Quizás está citando algo.
Pero no.
Dice tu nombre.
Lleva tu nombre al final.
Y esa frase—esa frase se parece demasiado a lo que tú dijiste hoy.
Te quedas mirando la pantalla.
No respondes.
No aún.
¿Debería?
Te muerdes el labio.
Levantas las piernas sobre la silla.
Abrazas tus rodillas.
Piensas en ella.
Piensas en ti.
Piensas en si eso fue real o estás imaginando.
¿Y si sí?
¿Y si no?
Tu pecho está lleno de preguntas.
Pero también de algo que no sentías hace mucho:
Posibilidad.
Te dejas llevar por ese destello… pero no por completo.
Porque hay otra voz en tu mente.
Una que te recuerda lo que ya sabes.
Detente.
Ya te ha pasado antes.
Ya te has herido antes así.
La noche cae.
La ciudad suena como de costumbre.
Pero tú…
Tú estás distinta.
IV
Te quedas mirando el mensaje por varios minutos.
No hay música, ni ruido, ni luz que distraiga. Solo tú, la habitación en penumbra, y esa frase que se quedó vibrando adentro. El celular tiembla en tu mano, aunque ya no esté vibrando.
Podrías ignorarlo. Fingir que lo viste al día siguiente.
Pero no quieres.
Respiras hondo. Escribes lento.
Liliana: A veces una mirada es lo único que nos sostiene. No pensé que alguien pudiera notar la mía. Buenas noches, Camila.
Y piensas que ahí quedará.
Pero no.
A los pocos segundos, aparece el “escribiendo…”
Camila: Yo la noté desde hace tiempo. Pero nunca supe si era real, o si solo era yo queriendo ver algo.
Tu estómago se hunde. Pero en el buen sentido. Como cuando vas bajando una colina en bicicleta sin frenar.
Liliana: Era real. Aunque me dio miedo dejarla quedarse demasiado rato.
Camila: ¿Por qué?
Te detienes.
La habitación parece más grande de pronto. Como si el silencio se hubiera expandido.
Miras tus piernas cruzadas. El café ya frío. Tus dedos sobre el teclado del celular.
Escribes:
Liliana: Porque hay partes de mí que aún no sé si puedo mostrar del todo. Porque a veces me cuesta sentirme suficiente para otra persona.
Camila: Lily… todas tenemos partes que escondemos. Pero lo que yo vi hoy… fue luz. Y ternura. Y algo que me hizo sentir acompañada en un lugar donde todo es gris.
No sabes qué responder por un rato.
Te das cuenta de que estás sonriendo. Una sonrisa tímida, como si temieras que la habitación se burlara de ti.
Y luego, ella:
Camila: ¿Te gustaría hablar más mañana? Fuera de la oficina, quiero decir.
Tu corazón da un pequeño brinco.
Ilea: Sí. Me gustaría mucho.
Camila: Entonces mañana, café. Nada raro. Solo tú. Y yo. Y dos tazas llenas.
Esa noche, no sueñas con nada concreto.
Pero te despiertas con el alma un poco menos sola.
V
Te despiertas con algo nuevo en el pecho.
No es ansiedad.
No es tristeza.
Es otra cosa.
Una mezcla de nervios y anticipación…
como si algo bonito pudiera pasar
y no supieras si estás lista para recibirlo.
Te preparas sin prisa.
Con cautela.
Cuidas más tu ropa, pero no tanto como para que se note.
Jeans oscuros, blusa ajustada esta vez, pero cómoda.
Suéter por si acaso.
Cuando te ves en el espejo, tus ojos se quedan fijos en tu reflejo.
En tus senos.
No son pequeños.
Nunca lo fueron.
Y aunque a veces los odias, otras veces… te gustan.
Te gusta cómo se sienten bajo la tela, cómo se mueven cuando respiras hondo.
Te recuerdan que estás aquí.
Que eres tú.
Pero también te han traído incomodidad.
Miradas.
Ropa que no cae bien.
Posturas forzadas.
Momentos que no pediste.
Hoy… simplemente están.
Y por alguna razón, no quieres esconderlos.
El café donde quedaste con Camila es tranquilo, medio escondido.
Sillas metálicas.
Luces amarillas colgando.
Un lugar que no grita.
Ella ya está ahí cuando llegas.
Sonríe al verte.
Y por un segundo, juras que le brillan los ojos.
Lleva un vestido suelto, informal.
El cabello amarrado.
Sin esfuerzo, hermosa.
—Hola —dice, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Se sientan.
Piden algo.
Ella, un americano.
Tú, un latte con leche natural.
La conversación empieza simple.
Trabajo, risas, un comentario sobre el clima.
Y luego, el tono cambia.
—¿Siempre has sido tan callada? —pregunta.
—No sé. Creo que… siempre he sentido que hablar me expone más de lo que quisiera —respondes, mirando tu taza.
Respiras hondo.
Te permites seguir:
—A veces me reservo para no incomodar. Para no molestar.
Para no tener que explicar por qué soy como soy, o por qué algo me duele más de lo que parece.
Y también porque… no todos saben escuchar sin querer juzgarte.
Ella asiente.
Hay algo en su expresión.
Algo que escucha sin querer corregir.
Sin querer reducirte.
—A mí me pasa lo contrario —dice—. Hablo para que no noten lo que en verdad pienso.
Ambas ríen, bajito.
Y por un instante, la distancia que siempre mantienes… se acorta.
Entonces, sin aviso, sin cálculo, dice:
—Hoy te ves… no sé. Como tú.
Te ríes con nerviosismo, tratando de cubrirte con humor.
—Es que no estamos bajo esa luz tenue de oficina… nos pone veinte años más.
Ella ríe contigo, pero no suelta el hilo.
—No es solo eso —agrega, mirándote de una manera distinta—.
Te ves más cómoda.
Y… me gusta cómo te ves hoy.
Tu sonrisa se congela un segundo.
No por miedo.
Por sorpresa.
Porque entiendes —en su tono, en su pausa breve—
que vio más.
Que notó tu cuerpo.
Que notó tus senos bajo la blusa ajustada.
Que lo notó… y le gustó.
Y por primera vez en mucho tiempo, esa conciencia no se siente como una amenaza.
No se siente como un juicio.
Se siente… bonita.
Tus mejillas se calientan.
Tu primer impulso es ajustar el suéter.
Cubrirte.
Pero algo en ti se resiste.
Hoy no quieres esconderte.
—Gracias —murmuras.
Hace una pausa más.
Te sostiene la mirada.
—Perdón si suena raro, pero… tu forma de estar es muy bonita.
Hay algo fuerte ahí.
Y suave también.
Me gusta.
Así como eres.
La frase entra directo en esa parte de ti que siempre ha sido conflicto.
Tu pecho.
Tus curvas.
Lo que siempre sentiste como exceso…
De pronto es parte de lo que alguien ve como belleza.
No sabes qué responder.
Pero lo que haces es quedarte.
Con la mirada sostenida.
Camila sonríe.
No dice más.
Y tú…
tú respiras más libre.
No pasó nada más.
No todavía.
Pero el simple hecho de haber sido vista,
de verdad,
te acompaña todo el camino de regreso a casa.
Cuando llegas, te miras una vez más en el espejo antes de quitarte la ropa.
Tus manos rozan tu cintura, el contorno de tus senos, el peso natural de tu cuerpo.
Y esta vez…
Esta vez, no te incomodas.
No del todo.
Porque recuerdas sus palabras.
Recuerdas su mirada.
Y te das permiso —solo un poco— de creer que, tal vez,
hay belleza en ser como eres.
VI
Ambas regresan a casa.
Es sábado.
Y tú, Liliana, decides tomarte el resto del día con calma.
Te relajas un poco.
Haces algo de jardinería.
Acomodas un poco tu cuarto.
Pones orden sin pensarlo demasiado.
Pero no dejas de sonreír.
Pensando en ella.
En cómo es que las galaxias se alinearon para que… se sentara a tu lado.
Para que te hablara.
Para que te invitara a salir fuera de la oficina.
Me gustó esa experiencia, piensas.
Y más: Me gustó sentirme mujer sin tener que preocuparme por si alguien me mira con lujuria.
Todo con calma.
No lo arruines, Liliana.
No lo apresures.
Lo bonito también puede ir despacio.
Y entonces, llega el mensaje.
Camila:
Me gustó mucho nuestra pequeña cita.
Cita.
¿Ella ya lo llamó cita?
Pensé que era algo previo a algo… un teaser. Una probadita.
Mi corazón empieza a latir.
Camila:
¿Te gustaría extenderla un poco más?
Tengo una película que muero por ver nuevamente.
¿Me está invitando a vernos otra vez… EN SU CASA?
Mi corazón empieza a latir violentamente.
Si no fuera por mis estudios de sangre recientes, juraría que esto es un infarto.
Calma, Liliana.
Escribes. Con dedos torpes.
Midiento cada palabra como si se tratara de una cirugía.
Lily:
Claro. Me gustaría…
Llevo palomitas.
Si tan solo supiera la cantidad de versiones que tuve que borrar para escribir esto.
Camila:
Va.
Te mando mi dirección.
Y yo que creí que iba a pasar mi noche en calzones…
rompiéndole el orgullo a un par de perdedores incels online.
VII
Calma… Liliana…
Es solo una película y palomitas.
O eso te repites todo el camino.
Es una película.
En su casa.
Porque te tiene confianza.
Porque fueron sinceras.
Porque, quizás… es solo eso.
Pero entonces, ¿por qué te pusiste esa blusa que sabes que te queda bien?
¿Por qué te pusiste perfume detrás de las orejas?
¿Por qué estás revisando el retrovisor del coche por tercera vez antes de tocar el timbre?
La puerta se abre y ahí está: Camila.
Descalza.
Con una sudadera relajada, suelta
y un peinado que grita “me arreglé sin parecerlo.”
—Pasa —te dice, y su voz suena más suave de lo usual.
Su departamento es pequeño, cálido, lleno de libros.
Huele a algo horneado.
Una vela está encendida.
—Qué bonita te ves —dice.
Lo bueno es que se dio cuenta.
Que notó lo que intentaba disimular.
Que sí… que sí me vestí para ella.
Por primera vez, usé mis curvas con un motivo.
O no lo sé.
Quizás fue subconsciente.
Quizás quise pensar que no era para tanto.
Pero lo fue.
Antes, mostrarme así no me llamaba la atención.
De hecho, muchas veces lo evitaba.
Pero ahora… esta vez…
Me gusta mucho esa chica.
Y estoy en su casa.
Me llama la atención cómo la tiene arreglada.
Es justo como imaginaba que sería.
Rústica, con atrapasueños y adornos medio gitanos.
Esotérica.
Cálida.
Como si fuera mi departamento…
pero con el alma de Camila.
Huele a té de manzanilla.
De esos que lleva a la oficina.
De esos que me encanta oler cuando pasa junto a mí.
Conforme pasan los minutos en su casa, me empiezo a poner nerviosa.
Muy nerviosa.
Observo detalles que, si fuera una noche casual, no notarías.
Pero esta… no lo parece.
¿Por qué habría velas?
¿Por qué hay cerveza fría servida?
¿Por qué todo está tan impecablemente limpio?
¿Es que siempre es así?
¿O… me preparó el escenario?
No lo sé.
Y no me atrevo a preguntar.
—No pensé que te fueras a cambiar —dice ella, con media sonrisa.
—Yo… pensé que tú te ibas a quedar —respondo sin tener ni idea de qué quise decir, torpe.
Ella ríe.
—Así estás bonita. — Me dice.
Y entonces, aparece su gato.
Pimienta.
Claro que tiene un gato y claro que se llama Pimienta.
La verdad, nunca me imaginé a Camila como «persona de gatos».
Pero… en realidad sí.
Tiene todo el sentido.
La señora de los gatos, versión Camila.
Encantadora.
Libre.
La tensión sube.
Mi corazón ya no late: repiquetea.
Empiezo a fijarme más en todo.
En su cabello, en su fleco ligeramente desordenado.
En cómo sonríe al hablar.
En cómo mueve las manos cuando se expresa.
Dios… qué hermosa es esta mujer.
Y entonces, lo dice:
—¿Vemos la película?
—Claro.
Me siento en el sofá.
Pero mi corazón va a mil por hora.
Quiero lanzarme hacia ella.
Tocarla.
Besarla.
Pero me repito:
Es solo una película.
Al menos… es una película que me gusta.
Star Wars. Episodio IV.
Ya tenía tiempo queriendo volver a verla por milésima vez.
Así que, si no pasa nada… al menos veremos una buena película.
Nos sentamos en el sofá, cada quien en su extremo.
La distancia pactada.
El espacio seguro.
Pero conforme avanza la historia,
conforme pasan las escenas…
sin que sepamos cómo ni cuándo…
nos vamos acercando.
Hasta que finalmente,
su pierna roza la mía.