Mi transición – Parte III

Leer Parte 2

Índice

Parte 21 – Altas y bajas

Una semana después, hice mi rutina matutina de aseo. Al terminar, tomé la cinta métrica y volví a medirme el busto. Me preocupó ver que los números subieron. Ya no eran solo señales de desarrollo; ahora era claro que estaba pasando de copa A a una B incipiente.

El ciclo seguía: días en que me sentía estable, seguidos por otros en que mi cuerpo cambiaba otra vez. Era como si se burlara de mí, justo cuando comenzaba a sentirme cómodo… o al menos neutral.

Me vendé el pecho como siempre, me puse la camisa de compresión, una camisa encima y un suéter. Luego el pantalón… y me detuve. Ahora me apretaba de los muslos, claramente mis proporciones habían cambiado. La grasa se acumulaba en lugares que no solía notar: caderas, glúteos, piernas. Me recriminé por no haber medido mis muslos también.

Ya vestido, decidí salir a comprar algo de comer. Encerrarme en el departamento no ayudaría.

Pero mientras manejaba, empecé a notar que las vendas me molestaban más de lo habitual. Normalmente encontraba alguna postura o me ajustaba discretamente y seguía, pero esta vez me sentía asfixiado. No podía quitármelas en el carro sin espacio, y no tenía un plan B para emergencias como esta.

Recordé que cerca había un café con baños individuales. Conduje directo ahí. No me importaban las miradas, solo necesitaba librarme de esa presión.

Entré al baño de hombres, pero por primera vez la puerta del baño de mujeres me provocó un pensamiento inesperado: ¿Cuánto falta para que tenga que entrar ahí?

Una vez dentro, me quité el suéter, la camisa, la compresora y las vendas. Respiré. El alivio fue casi inmediato. Me miré en el espejo… y lo que vi me desconcertó: ese reflejo no era el de un hombre resistiéndose a cambiar. Era el de una mujer que seguía negando lo evidente.

En casa, con mis espejos, mis trucos, mis filtros, podía mantener la ilusión. Aquí no. Aquí estaba desnudo de verdad. Literal y simbólicamente.

Me volví a vestir, esta vez sin las vendas. Mis curvas resaltaban más de lo que pensaba. El marco de mi torso parecía más estrecho, lo que hacía que mis senos se vieran incluso más prominentes.

Me tomé una foto y se la mandé a Aracely: —Hola, ocupo saber si parezco hombre o mujer con este atuendo.

—Honestamente, me recuerdas cuando no quiero que se noten mis senos, pero me gusta tu estilo. ¡Te ves bien!

No sabía si eso era bueno o malo. Me dije en voz alta: —Estoy bien.

Salí del baño. Como imaginaba, nadie se fijaba en mí. Caminé con pasos firmes hasta mi carro. Quizás alguien volteó a verme, pero ya no sé a estás alturas.

Al subir, me di cuenta de lo difícil que sería mantener esta estrategia. Cada día, este cuerpo exige menos negación y más aceptación. No quiero encerrarme de nuevo. No quiero rendirme… pero tampoco quiero seguir luchando.

Entonces sonó mi celular.

—Hola, este es un recordatorio de tu próxima cita con el doctor. ¡Te esperamos!

Había olvidado esa cita. Tal vez era justo lo que necesitaba para pensar con claridad.

Parte 22 – Salud, primero que todo

Más tarde, llego a la clínica para mi revisión médica. Toca evaluar cómo van formándose mis senos y mi vulva. Para ello, necesito una resonancia que permita ver en detalle el desarrollo interno: cómo avanzan los órganos femeninos y, si es que aún quedan, cómo se van reduciendo los masculinos.

Esta vez elegí venir por la tarde. Hay menos gente, menos miradas, menos preguntas en mi cabeza. Además, me toca con mi doctor de confianza y el técnico de radiología que ya conoce mi situación. Prefiero mantener esto entre las pocas personas que realmente deben saberlo.

Bajo del carro todavía algo removido por la experiencia del café. Pero al menos por hoy, decido dejar que mi cuerpo sea… lo que es. No voy a luchar contra la ropa que llevo ni contra la imagen que proyecto. Total, en unos minutos me desnudarán física y simbólicamente. Mis doctores me dirán lo que no quiero escuchar.

Me acerco a la recepción.

—Hola, tengo una cita a las seis.

—Claro, ¿nombre? —pregunta la recepcionista, sin reconocerme al principio.

Titubeo. Ella levanta la vista, me observa con atención… y su rostro cambia.

—¡Ah! Disculpa, enseguida te pasamos.

No sé si fue el tono de mi voz, mi ropa o simplemente que ya no parezco quien era. Tal vez mi rostro ha cambiado más de lo que pensaba.

—Gracias, señorita —le respondo con una sonrisa forzada.

Me indica que pase al vestidor.

No me gusta desnudarme aquí. El frío clínico me eriza toda la piel: los brazos, la espalda, los pezones… incluso mis labios, esos nuevos labios. Hay una ironía cruel en quitarme el pantalón y ver asomar calzones de mujer sobre una pubis reformada. A veces me siento como si mi ropa supiera mi secreto antes que yo.

Pero ese secreto ya no es tan secreto. Lo más difícil de ocultar no es lo que llevo entre las piernas… sino lo que llevo en el pecho. Mis senos no han parado de crecer. Cada dos semanas los veo más prominentes, más presentes. Mis caderas también cambiaron, lo sé, pero al menos esas ya se han estabilizado. Mis muslos y glúteos también, y con ropa holgada puedo disimularlos. Pero los senos… esos me delatan con cada movimiento, con cada mirada cruzada.

En el vestidor hay un espejo de cuerpo completo. Y, como siempre, caigo en la tentación de mirarme. Mi figura ya no es ambigua: es la figura de una mujer. Caderas que se abren con suavidad, un talle más estrecho, pechos que dibujan sombra y volumen. Me quedo mirando. Pienso en lo poco que queda de mi yo anterior. Sólo ese pequeño apéndice, ese micropene oculto entre los labios… Y algún que otro vello que, estoy seguro, pronto desaparecerá.

Eso, ese diminuto vestigio, es lo único que me aferra a mi negación.

Pero más allá de la incomodidad, más allá de lo emocional, estoy aquí por algo más real: asegurarme de que todo esté bien. Que no haya malformaciones, que el cuerpo que tengo —el que me guste o no me está ganando la batalla— esté sano. Eso es lo importante.

Me quito toda la ropa. Me pongo la bata. Camino hacia la máquina de resonancia, deseando que el frío de la camilla no me saque del estado de calma que tanto me cuesta mantener. Cierro los ojos. Escucho el zumbido de la máquina. Y dejo que el tiempo pase… hasta saber qué dirán los resultados

Parte 23 – Opiniones

Después de los estudios, el técnico me avisa que los enviará directamente al consultorio.

Ahora me toca ver al doctor.

Para este punto, ya estoy agotado. Toda la tensión del día —la visita al café, la resonancia, el simple hecho de estar aquí con esta ropa— me ha vaciado por dentro. Solo quiero escuchar lo que tenga que decir y regresar a casa.

Salgo de una oficina para entrar a otra. Él ya me está esperando.

—Hola, ¿cómo te sientes? —me pregunta con una voz suave, como quien sabe que las palabras pueden pesar más de lo que aparentan.

—Pues… quitando todo lo que está pasando con mi cuerpo, lo de esta mañana, el hecho de que me vestí así por necesidad y no por gusto… he estado muy estresado. Pero al menos físicamente me siento bien. Supongo que algo es algo.

—Sí. Y es importante. No tengo palabras mágicas que vayan a solucionarlo todo, pero al menos puedo darte tranquilidad en un área: tu salud va bien. Y eso no es poco.

—No lo es… pero no me alcanza para sentirme bien conmigo mismo.

El doctor asiente, comprensivo.

—También me preocupa tu salud mental. Sé que estás lidiando con muchas cosas que no entiendes del todo. Y eso no es fácil para nadie.

Abre el sobre con los estudios. Saca las imágenes y las coloca bajo la luz. Su rostro cambia: no está preocupado, pero sí se nota concentrado. Se enfoca en una zona, la del abdomen. Y habla con cuidado, midiendo sus palabras.

—Te voy a hablar con claridad, ¿sí? Lo que veo aquí… no es común, pero es consistente con lo que hemos estado monitoreando.

Yo asiento, sin saber si quiero oírlo.

—Tus ovarios ya son visibles. Tus trompas de Falopio también. Y el útero… bueno, ya tiene un tamaño que pareciera que ya es funcional. Parece estar completamente formado. Lo mismo con la estructura vaginal. Está casi lista. Es… impresionante, para ser honesto.

Trago saliva. Aprieto las manos sobre mis piernas. El cuerpo me arde.

—De lo masculino… ya no veo rastro de próstata. Tampoco testículos. Lo único que queda —dice mientras señala una zona del estudio— es lo que anatómicamente podríamos llamar un clítoris agrandado… pero sabemos que es tu pene. Muy reducido ya.

No respondo. No puedo. Mi estómago se revuelve. Siento que quiero gritar, o llorar, o reír de lo absurdo. Pero no hago nada. Solo me quedo ahí, rígido.

El doctor nota mi incomodidad. Me observa por un momento en silencio.

—Lo sé. Es mucho —dice con suavidad—. Es como ver borrarse una parte de ti… y otra formarse frente a tus ojos sin que la hayas pedido.

Levanto la vista. Mis labios tiemblan un poco.

—¿Esto ya es definitivo?

Él se toma su tiempo antes de responder.

—Lo que puedo decirte es esto: nunca he visto un caso igual. No hay antecedentes médicos claros. Es una condición genética extraña, poco documentada… y aún así, todo indica que tu cuerpo está completando una transición hacia una anatomía femenina. Sin intervención médica. Sin terapia hormonal. Solo… sucede.

—¿Y qué me garantiza que se detenga aquí? —le pregunto, casi en un susurro.

—No hay garantías. Pero por cómo van las cosas, no hay señales de que vaya a revertirse. Y si me guío por los estudios, en tu próxima revisión con la ginecóloga podríamos estar hablando de una anatomía plenamente femenina, tanto externa como interna, sin rasgo aparente de tu pasado masculino.

Al menos que veas mis cromosomas, pienso.

Me hundo en la silla. Siento como si el mundo se encogiera un poco.

—No quiero ser mujer —le digo al fin.

El doctor suspira.

—Lo sé. Y no te estoy diciendo que lo aceptes de inmediato. Pero sí te voy a decir algo que tal vez necesitas escuchar…

Hace una pausa. Su mirada se vuelve más firme.

—No puedes seguir negando lo innegable. Tu cuerpo ya tomó este rumbo, te guste o no. Y puedes seguir luchando contra él, seguir ocultándote bajo capas de ropa, vendas, silencios… pero la realidad no cambia. Ya eres una mujer. Biológicamente. Y cada día que pases en negación, te va a doler más.

Mis ojos se llenan de lágrimas, pero no lloro. No le voy a dar ese gusto. No a él. No a mí mismo.

—¿Qué se supone que haga entonces? —pregunto, derrotado.

—Haz lo que necesites hacer, pero hazlo sabiendo la verdad. No te encierres. No sigas solo. No hagas como si esto no estuviera pasando. Porque está. Y cuanto más lo rechaces, más difícil será vivir contigo mismo.

Se levanta de la silla. Me dedica una mirada sincera, cargada de una preocupación que no parece médica, sino humana.

—Piensa en dar el siguiente paso. No como una derrota, sino como un acto de cuidado contigo mismo. Tal vez sea el momento de dejar de resistir… y empezar a vivir.

Y sin esperar respuesta, sale del consultorio.

Es extraño, no había pensando en cómo iba a pasar mis siguientes años vivo, ahora pienso que voy a envejecer en este cuerpo.

Me quedo ahí. Solo. El sobre con mis estudios sigue colgado en la pared como testigo mudo. Recojo mis cosas con movimientos lentos.

No tengo respuestas.

Solo sé que hoy, más que nunca, el mundo se siente diferente.

Parte 24 – Aquel paso

Una semana después de aquella consulta, supe que había cruzado un umbral. Aquello que quedaba de mi masculinidad —el micro pene que por semanas vi encogerse— ya no estaba. Al explorarme, lo confirmé: en su lugar, una vulva completamente formada. No era un proceso inminente. Era un hecho. Una vagina común y corriente.

Por dentro me repetía que ya lo sabía. Que tarde o temprano esto iba a pasar. Pero enfrentarlo con mis propios ojos y dedos no es lo mismo que imaginarlo.

Me metí a bañar sin cambiar mi rutina. Seguir con mi día, cumplir con mi trabajo. Cumplir con esta absurda promesa que me hice de resistir hasta el final, aunque el final se haya burlado de mí y llegado sin permiso.

Esta vez, sin embargo, me tardé más en salir. Por primera vez en mucho tiempo, me permití tocar mi cuerpo sin la urgencia de rechazarlo. Sentí las curvas en mis caderas, el peso suave en mis glúteos, la redondez de mis muslos. Pude notar depósitos de grasa que antes no tenía… justo en las zonas donde escuché a mis amigas quejarse por años. Y mis senos… mis senos ya no eran pequeños brotes que podía negar. Estaban ahí. Llenos, redondos. Presentes. Y el vello, lo poco que quedaba, era tan fino que parecía desvanecerse en la piel.

Me sequé con lentitud. Frente al espejo me vi con honestidad. Ya no tenía cuerpo de hombre. Y aun así, tercamente, volví a armar el disfraz: camisa de compresión, suéter grande, pantalón que antes me quedaba holgado y ahora apenas cerraba en la cadera… y una bufanda, colocada de tal forma que colgara justo sobre mi pecho. Como si eso fuera a borrar algo.

Pero esa mañana, al bajar por las escaleras rumbo al auto, sucedió algo que marcó un antes y un después. Cada paso que daba hacía rebotar mis senos de forma notoria. No era una molestia leve. Era un recordatorio vivo. Giré hacia abajo para verlos, incrédulo, y ahí estaban, sacudiéndose con cada movimiento aunque estuvieran contenidos. Ni la camisa de compresión ni la postura encorvada los disimulaban ya.

Intenté caminar más despacio, buscándole una solución absurda a un hecho irreversible. Pero lo sabía. Lo supe desde ese primer impacto contra el peldaño: no podía seguir negándolo. Si yo lo notaba, cualquiera lo haría. Y si no lo habían notado hasta ahora, era porque eran amables o porque no querían enfrentarlo.

Ya no podía apretar más mi pecho: duele. Ya no podía esconder mi figura: las caderas están ahí, las nalgas también, moldeadas por pantalones que ya no fueron hechos para mí. Ya no podía bajar la voz sin sonar forzada. Ya no podía disimular mis facciones sin disimular también mi angustia.

Y lo peor: todo mi esfuerzo por parecer un hombre con cuerpo ajeno sólo lograba que me viera como una mujer intentando esconder lo que es… sin éxito alguno. Como aquel día en el café. Esa sensación volvió.

Para rematar, tenía cita con la ginecóloga. La ironía no se me escapaba: ya era momento de aceptar que el cuerpo que tanto intenté ocultar era, sin ambigüedades, femenino. Que ese “proceso” del que tanto negué… ya había terminado.

No tenía más argumentos. No tenía más escapatorias. Llamé a la clínica.

—Hola, quería confirmar mi cita con la doctora, por favor.

He tirado la toalla.

Parte 25- Ante la tormenta

Cuelgo el teléfono tras confirmar mi cita. Será en la tarde, así que tengo todo el día por delante… para esperar, para pensar. Decido que es mejor ocuparme con el trabajo y evitar torturarme con ideas que no llevan a ningún lado.

Pero algo se me instala en el pecho. Una incertidumbre distinta. No es la misma que he sentido en semanas anteriores. Es más cruda, más directa. Es la realización de que quizás todo lo que he hecho hasta ahora —las camisas grandes, los vendajes, los silencios, la negación— ha sido en vano.

Pienso en las personas con las que aún convivo. ¿Y si todos lo han notado ya? ¿Y si simplemente han elegido seguirme el juego, callarse por compasión, para que yo no me derrumbe? ¿Es posible que, sin saberlo, llevo tiempo siendo un secreto a voces?

Sé que ya no soy el mismo de hace meses. Pero mantener la ilusión de que podría pasar desapercibido era mi último refugio. La última esperanza de que tal vez, con el tiempo, podría revertir esto. Volver a ser como antes. Reinstalarme en mi cuerpo viejo como si nada de esto hubiera pasado.

Pero esa idea se desploma de golpe. Se desmorona como un techo viejo en medio de una tormenta. Me siento… vencido. Vacío. Sin más excusas.

Decido tomarme unos días. Llamo a la oficina y, por primera vez, ya no finjo mi voz. Hablo como me sale. Como soy ahora. Le explico a mi jefe que necesito un tiempo.

—Tómalo. Lo que necesites —responde con tono tranquilo.

No pregunta por qué. No pide detalles. No finge sorpresa.

Claro que ya lo sabía.

Recuerdo aquel día en que le pedí trabajar desde casa. Nunca me pidió explicaciones. Me dijo que sí, sin condiciones. En su momento lo agradecí como un acto de confianza… pero ahora veo que fue también un gesto de respeto. De comprensión tácita. Tal vez supo más de lo que yo quise admitir. Tal vez todos lo sabían y decidieron no hacerlo más difícil.

Incluso mis compañeros… antes hacían bromas pesadas, comentarios machistas que disfrazaban de “carrilla sana”. Pero con el tiempo, esas bromas cesaron. Nunca noté cuándo cambió el ambiente, pero ahora que lo pienso, coincide con mis cambios. Con mi figura, mi voz, mi forma de moverme.

¿Será paranoia? ¿O simple intuición?

Sea como sea, no puedo detenerme en eso. Tengo que dejar de pelear batallas internas con fantasmas de lo que fui. Ahora necesito enfocarme. Poner mi mente en el trabajo, en el presente. Para que, de alguna forma, la tarde llegue más rápido.

Una hora antes de la cita me alisto. No sé si estoy preparado, pero tampoco tengo opción. Esta será la última vez que me haga estudios. Ya no hay nada que buscar, nada que confirmar.

Ya soy una mujer. Todo lo que sigue es aceptar que, aunque no lo pedí, ahora este cuerpo es mío.

Y lo será para siempre.

Parte 26 – La tormenta

No sé si era el clima, el atardecer o mis propios nervios, pero todo me parecía inquietantemente tranquilo, como si el mundo se detuviera para presenciar lo que estaba por pasar. Y lo peor es que yo también lo sabía.

Entré a la clínica. La recepcionista me saludó con la misma sonrisa de siempre y me indicó que pasara al vestidor.

—Recuerda quitarte todo lo metálico —me dijo.

Antes, esas máquinas me parecían impresionantes. Hoy, no tengo ánimos ni para maravillarme con la tecnología. Solo obedezco.

Al quedarme solo con la bata puesta, dejé atrás cualquier ilusión de esconder lo que ya no se puede ocultar. Sin ropa, sin bufandas, sin compresión… solo yo y este cuerpo que ya no puedo negar.

—Trataré de hacerlo lo más rápido posible. ¿Necesitas ayuda? —preguntó el técnico por la bocina.

—No, gracias. Ya conozco el procedimiento.

Me acosté. La máquina empezó a rugir y a moverse. El zumbido era mecánico, pero me parecía casi ritual. Se detenía justo sobre mi abdomen y mi pubis, como si quisiera recordarme dónde empezó todo.


Minutos después, ya vestido, camino hacia el consultorio. En la entrada, veo salir a la recepcionista con los resultados. Antes me habría puesto nervioso. Ahora siento calma. O resignación. Sé lo que dirán.

La doctora me recibe con una sonrisa cálida. Coloca los estudios sobre la mesa. Los mira por primera vez, junto conmigo.

—Bueno… la resonancia muestra que tu vagina y útero están completamente formados —comienza—. No hay malformaciones, el desarrollo es normal, incluso sano. Ya no se observa la próstata, ni los testículos que veíamos antes.

Me lo dice como buenas noticias, con delicadeza, como si no quisiera hacerme daño. Yo solo asiento.

—Y esto… —señala una zona de la imagen— un clitoris completamente formados, sin rastro de lo que una vez fue. Pero no hay duda: lo que tienes es una vagina.

Tragué saliva. Sabía que iba a escucharlo, lo sentía. Pero oírlo de alguien más… me estremeció.

—Todo va bien. De hecho, va mejor de lo que esperaba —agregó.

Me habla como quien felicita a alguien que ha terminado un tratamiento con éxito. Pero para mí, no es victoria. Es… la sentencia.

—Bueno, ahora quiero revisar tus senos —dijo después de una pausa.

Suspiré. Me quité la bufanda, la camisa de compresión, la camiseta. Me quedé en silencio mientras ella observaba, sin necesidad de que yo dijera nada.

—Han crecido bastante desde la última vez —comentó, casi sorprendida. Luego sonrió con ternura—. ¿Sabes algo? Son bonitos.

Me hubiera reído si no fuera tan trágico.

—Bonitos para alguien que no los pidió —respondí, sin poder evitar mirar hacia abajo.

—Lo sé. Pero también sé que es importante revisarlos. Ven, siéntate.

Obedecí. Mientras me los palpaba con suavidad, como en otras ocasiones, yo trataba de pensar en otra cosa. Una película, una canción, cualquier cosa.

—Sin bultos, sin durezas. No hay nada alarmante. Todo se siente normal —dijo.

—Pero crecen. Y me estorban. Ya no puedo esconderlos. Me lastiman si los aprieto, no puedo respirar bien. Ya probé todo —le confesé, sintiéndome derrotada—. Quiero una cirugía. Quiero una mastectomía.

Ella guardó silencio. Me miró con preocupación, se sentó frente a mí.

—¿Las mujeres de tu familia son de copa grande?

—Sí. Casi todas —respondí, ya anticipando a dónde iba.

—Entonces puede que aún crezcan más —dijo con cuidado—. Pero ahora mismo no puedo recomendarte una cirugía. No durante el desarrollo. Sería peligroso cortar el tejido mientras todavía sigue en formación.

Sacó un libro de anatomía, lo abrió y me mostró ilustraciones.

—Puede provocar quistes, fibrosis, incluso cáncer. Lo mejor es esperar a que los niveles hormonales se estabilicen y el desarrollo termine.

Volví a guardar silencio. Sabía que tenía razón. Pero eso no lo hacía más fácil.

—Sé que es difícil —agregó con voz más suave—. Pero lo más sano es aceptar lo que ya está ocurriendo. No puedo prometerte que todo volverá a ser como antes. Pero sí puedo ayudarte a que te sientas mejor con lo que eres ahora.

Bajé la mirada.

—¿Tienes a alguien que te apoye?

—Una amiga. Lo sabe todo. Me ha ayudado mucho —dije, casi en un suspiro—. Es la única que sabe… todavía no sé cómo voy a decírselo a mi familia.

—Empieza por ahí. No estás sola. Solo necesitas decidirlo… y dar el paso.

Ella no lo notó pero es la primera vez que usa un pronombre femenino, le salió tan natural.

—Desde hace días sabía que este momento iba a llegar —le dije—. Y creo que ya… ya estoy listo para aceptar este cuerpo. Esta realidad.

Ella sonrió. De verdad.

—Eso es lo más sensato que podrías haber dicho. Puedes empezar poco a poco. Ropa que se adapte a ti. No tiene que ser femenina, solo… tuya. Tu cuerpo ya lo es.

Asentí. Me costaba, pero lo entendía.

—Mañana le pediré ayuda a mi amiga. Ya no quiero fingir más. Quiero vivir con esto… como lo que soy.

—Una mujer —completó, con dulzura.

—Sí… una mujer.


Me vestí con calma. Observé por última vez la camisa de compresión y la dejé sobre la silla. No me la llevaría. No esta vez.

El camino hacia la salida fue distinto. Tal vez seguía escondiéndome un poco con la ropa suelta. Pero ya no era una negación. Era solo… el primer paso.

Parte 27 – Aceptación

Estaba cansado. Solo quería llegar a casa, desaparecer del mundo, que la tierra me tragara y me escupiera en algún asteroide lejano donde nadie pudiera verme… así. Así como estoy ahora: una mujer que aún no acepta que es mujer.

Y aunque quisiera esconderme para siempre y no enfrentar esta nueva realidad —que en realidad no tiene nada de nueva, porque siempre supe que llegaría—, sabía que algo como lo de hoy tenía que pasar. ¿De qué otra forma iba a obligarme a aceptarlo si no era tocando fondo?

Manejé hacia casa con el ceño apretado, dándole vueltas a todo lo que tendría que pasar para aceptar mi destino. No estaba mortificado, ni triste. Estaba… enojado. Enojado de que no haya nada que pueda hacer para cambiarlo. Enojado de que nadie tenga una solución. Enojado de que el tiempo me esté arrinconando sin opción.

Desde que supe de mi condición, me metí de lleno en la negación. Trataba de debatir con mis doctores, con la esperanza de que alguno me dijera lo que quería oír. Pero no. Todos coincidieron. Todos me dijeron lo mismo: tendrás que aceptar tu cuerpo femenino.

Esa frase me ha martillado en la cabeza desde entonces. La repetí una y otra vez hasta que el auto llegó al estacionamiento de mi departamento. Apagué el motor. Me quedé sentado un momento. Porque sabía que abrir esa puerta sería empezar un camino sin regreso. El inicio de mi aceptación.

¿Qué otra opción tengo?

Hay personas que aceptan perder una pierna, la vista, su movilidad entera. Personas que aprenden a vivir con una enfermedad crónica, un dolor persistente, una condición que transforma sus días. ¿Y yo? Yo voy a seguir viviendo. Con otro cuerpo, sí. Pero con vida. Con salud. ¿Qué más da?

Las mujeres lo hacen todos los días.

Respiré hondo. Una última vez. Y salí del carro.




El departamento estaba oscuro. Solo me iluminaba la idea, incómoda pero clara, de que hoy había empezado algo nuevo. Caminé directo al baño, encendí la luz y me paré frente al espejo. Sabía que no podía seguir evitando esta escena.

Por primera vez en mucho tiempo, me observé. No con rechazo. No con frustración. Sino con intención. Con voluntad de ver quién soy ahora.

¿“Ahora ser así…”? —repetí en voz baja lo que me dijo la doctora, con un dejo de sarcasmo y amargura.

Durante años no entendía por qué no podía desarrollar musculatura en los brazos. Por qué mi espalda se negaba a ensanchar a pesar de las pesas, el esfuerzo, el entrenamiento. Por qué, cuando engordaba, lo hacía en las caderas. Como si mi cuerpo hubiera tenido siempre otros planes.

Ahora todo tenía sentido.

Mi cuerpo sabía lo que era, incluso cuando yo no quería escucharlo.

Y aunque me duela, aunque sienta rabia, hoy di el primer paso. Me miré. Me vi como soy. Y por primera vez… no aparté la mirada.

Parte 28 – Realización

Enciendo la luz del espejo. El reflejo me ciega por un instante, pero era justo lo que necesitaba: claridad. Me acerco. Me observo.

Intento recordar cómo era mi rostro antes de que este cóctel de hormonas femeninas invadiera mi cuerpo. ¿Cómo fue que logró esculpir estas facciones? ¿Cuándo fue que mi mandíbula perdió su ángulo áspero? ¿Dónde quedó ese rostro que, aunque no me encantaba, al menos reconocía como mío?

No lo sé.

Ahora solo veo una cara femenina. Las mejillas redondeadas, el mentón más estrecho. Ya no hay señales de la barba rala que solía salir si no me afeitaba por una semana. Me inclino un poco y paso los dedos por mi mentón: terso, suave, casi como si nunca hubiera habido vello.

Hago una mueca, estirando la piel. Ya no está seca ni áspera como antes, cuando batallaba para mantenerla humectada. Ahora se siente suave, como recién salida de la ducha… aunque hace un día que no me baño, por evitar verme desnudo.

¿Desnudo?

¿Desnuda?

Pensar en usar pronombres femeninos para referirme a mí todavía se siente raro. Pero ya no suena ajeno. Ya no puedo evitarlo. Tengo qué hacerlo. Este reflejo me lo exige. Me recuerda… lo que soy.

Contemplándome un poco más, me doy cuenta de algo perturbador: parezco una versión más joven de mi hermana. No idéntica, pero sí hay un aire familiar en mi rostro. Eso me sacude. ¿Cómo le voy a explicar esto a mi familia? ¿Qué palabras existen para contar algo que ni yo puedo entender del todo?

Lo cierto es que ya no hay espacio para la duda: tengo un rostro femenino. Y no por un truco de luz o maquillaje. Es mío. Es real.

Respiro hondo.

Ahora toca ver el resto.

Mi cuerpo. Ese del que pasé tanto tiempo huyendo, negándolo, cubriéndolo, comprimiéndolo. ¿Cómo pude vivir todo este tiempo sin explorarlo de verdad? Tal vez hubo algunos momentos fugaces en la regadera, algún roce accidental, una sensación ignorada. Pero nunca un reconocimiento completo.

Y si voy a seguir adelante, si voy a aceptar esto… tengo que empezar con eso. Conocerme.

Miro hacia abajo. Empiezo por el pecho. Coloco mis manos con suavidad sobre él. No es una fantasía ni un disfraz. Es parte de mí. Y aunque haya tratado de ocultarlo todo este tiempo, sé que ahora necesito aprender a convivir con él.

Con todo lo que soy.

Parte 29 – Aceptando mis senos

Tomo un largo suspiro para prepararme. Me voy a ver… de verdad. No solo como idea, no solo en el reflejo parcial de los baños o las sombras de mis pensamientos, sino de frente, con calma.

Empiezo por quitarme el suéter, con cuidado, como si cada movimiento pudiera hacer que la realidad pese más. No quiero sentir mis curvas antes de tiempo. Aun así, al retirarlo, veo cómo mis senos, marcados bajo la camiseta, ya son inconfundibles. Prominentes. Redondos. Curvos como los de muchas mujeres que solía mirar con asombro en la calle.

Mis hombros y brazos también han cambiado. Son más delgados, más suaves. Frágiles, incluso. Ahora me doy cuenta de que ya no hay mucho que ocultar. Me pregunto: ¿realmente la gente no se daba cuenta? ¿O simplemente nadie quería decírmelo para no herirme?

Respiro otra vez. Ahora viene el paso real: quitarme la camiseta.

Al hacerlo de un solo movimiento, siento ese zangoteo suave… el leve vaivén de mis senos desnudos al liberarse. Me sobresalta. Antes evitaba sentirlos, como si fuera una piel recién quemada por el sol, incómoda al mínimo roce. Pero hoy me obligo a mirar.

Me observo.

Ahí están, colgando con gracia desde mi pecho, sus formas cónicas proyectándose hacia adelante. Mis pezones, más alargados de lo que recordaba, bloquean incluso un poco la vista hacia mis pies. Me río bajito. ¿En qué momento pasó esto?

Paso las manos por mi cuerpo que no deja de cambiar. Ya no tengo ese pecho plano de antes, pero tampoco estoy segura de estar “completamente desarrollada”, como dijo la doctora. Espero que se equivoque, pienso. Espero que se detengan aquí.

Me doy vuelta un poco para ver mi perfil. Desde ahí, los senos sobresalen claramente. Alzo una mano y los levanto suavemente desde abajo. Son grandes, blandos, pesados. Y, por primera vez, no me asusto al sentirlos. Solo suspiro.

—Son grandes… ¿de verdad nadie los notaba? —digo en voz baja, casi como si esperara una respuesta.

Vuelvo a pensar si los oculté tan bien o si, simplemente, los demás decidieron callar. Tal vez fue eso. Tal vez me dejaron llevar mi duelo en silencio.

Aprieto ligeramente uno de ellos. La sensación es… diferente. Antes eran tan sensibles que incluso la ducha los irritaba. Hoy, en cambio, el roce provoca un calor inesperado. Una corriente sutil que me recorre de pies a cabeza. Me gusta, pero no me dejo llevar. Es demasiado para un solo día.

Presiono un poco más. Siento los tejidos, la densidad. Detrás del pezón, las glándulas mamarias que me describió la doctora. Me detengo al ver algunas estrías en los bordes, justo donde empiezan a colgar. Son nuevas, fruto del crecimiento repentino. Otro recordatorio de que esto no es un sueño.

Se sienten suaves. Llenos. Grandes. Pesados. Reales.

Los suelto y siento el rebote. Ese leve jalón que acompaña su peso, esa oscilación femenina tan particular. Me sorprende lo mucho que me gusta esa sensación. Los vuelvo a sujetar con ambas manos y me miro en el espejo.

Ahí está.

Una mujer, desnuda de torso, tocando sus propios senos. No con lujuria ni vergüenza. Con curiosidad. Con asombro. Con una chispa de reconocimiento.

Antes de todo esto los miraba. Los deseaba. Admiraba a las mujeres que los tenían, tratando de no hacerlo tan obvio. Ahora… ahora soy yo quien los lleva. Y no sé si mirar los de otras me provoque lo mismo. Pero mirar los míos —así, en este momento— me provoca algo nuevo: me gustan. Me veo. Me reconozco.

Estos senos… ya son parte de mí.

Parte 30 – Mis curvas

Desvié la atención de mis senos para seguir observando el resto de mi cuerpo. Mis caderas… ya eran visiblemente más anchas que mi torso. Aunque hace tiempo que no noto que sigan creciendo, el cambio es evidente. Giro un poco frente al espejo, tratando de verlas desde distintos ángulos. Coloco mis manos sobre ellas. Hay algo casi reconfortante en el simple acto de tocarlas… quizás porque había pasado tanto tiempo evitando todo contacto.

El espejo me devuelve la imagen de una figura con forma de reloj de arena. Al darme cuenta de ello, me quedo inmóvil, procesando lo que implica. ¿De verdad tengo esa forma? ¿De verdad estas son caderas de mujer?

Sí. Lo son. Y son mías.

Deslizo mis manos más abajo, hacia mis glúteos. Me detengo. Son mucho más grandes de lo que recordaba, redondeados y moldeados en armonía con mis nuevas caderas. No tienen la firmeza de antes, ahora son suaves, carnosos, más sensibles. Presiono un poco y siento una mezcla entre sorpresa y placer. También noto unas pequeñas estrías… otro recordatorio de lo rápido que han crecido.

Recuerdo cómo antes me fascinaba ver unos glúteos bien formados en una mujer, ya fuera al natural o envueltos en mezclilla. Me gustaba tocarlos, sentirlos… porque eran ajenos. Porque no eran míos.

Coloco ambas manos sobre los míos y doy un ligero apretón. Me gusta. Cierro los ojos y lo hago de nuevo, esta vez evocando la memoria de haber tocado otros… pero al comparar, me doy cuenta: me gustan más los míos.

Es extraño. Y también… emocionante.

Ahora que yo soy quien tiene estas curvas, estas caderas, estas nalgas… no me siento mal. Me siento intrigada. Orgullosa, tal vez.

Estas curvas ya son parte de mí.

Y con esa realización, algo dentro de mí se afloja. Una tensión se libera. Doy un nuevo vistazo al espejo y, por primera vez, empiezo a apreciar sin reservas a la mujer que me devuelve la mirada.

Viendo mis curvas, mis formas… me veo atractiva.

Leer Parte 4

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *